domingo, 30 de noviembre de 2008

El sueño de María

Aburrida de tanta paz celestial, la Virgen María coge el nuevo Diccionario Salamanca de la Lengua Española. Lo abre en la letra M. Allí encuentra:

María s.f. 1. COLOQUIAL; PEYORATIVO. Mujer sencilla, de poco nivel cultural: El mercado estaba lleno de marías. SIN. Maruja 2. COLOQUIAL; PEYORATIVO. Asignatura que tiene poca importancia o que es fácil de aprobar: Este año no tengo ninguna maría, así que tendré que estudiar más. 3. (marca registrada) COLOQUIAL. Tipo de galleta redonda y plana. 4. JERGAL. Marihuana: Dicen que le gusta la maría.

La virgen cierra el diccionario. Abre su laptop, se enchufa a internet y le manda un e-mail al Director. Se desconoce el contenido del correo mariano pero es probable que en una nueva edición del diccionario figure alguna rectificación.

María Elena Lorenzin

sábado, 29 de noviembre de 2008

Las escamas del dragón

—Mi querido caballo —susurré en la oscuridad, y lamí su hermoso cuello y olí su olor fuerte a piel de caballo amado. Él se echó a galopar, yo a reír. Cabalgamos con bravura hasta la puerta de los pasadizos. Una vez ahí, quiso parar, mi caballo no entendía de laberintos, pero yo lo espoleé, le castigué duro con la fusta hasta hacerlo desbocarse. Furioso, penetró en los corredores, intentó derribarme golpeando sus flancos contra las paredes calientes como tripas de dragón. Atravesamos las vísceras del monstruo, yo vencedora, él sometido. Cuando llegamos al centro del corazón, le invité a beber en las cascadas rojas. No bebió. Le temblaba la piel, los ojos se fugaban de las órbitas. Tenía miedo mi caballo. Pero yo le ignoré, incluso me dio cierto placer sentirlo de pronto tan frágil. Le hice esperar atado a una roca mientras yo llenaba mis bolsillos de escamas relucientes. Cuantas más cogía, más quería coger, más lo hacía esperar. Así llegó el alba.
Desperté con los dedos del sol enredados en mis pestañas, la cama vacía. Junto a mi ropa, un montón de brillantes. Ningún rastro de él.

Carola Aikin

viernes, 28 de noviembre de 2008

Alta fidelidad

Este tipo es un miserable, pensé. Después de tremenda pelea me odiaría tanto como yo a él. No hay más vueltas que darle, la solución es buscarme otro, creí.
Acto seguido, estaba bajo ochenta kilos de hombre, soberbio, lo mejor, de manos expertas, peludas y suaves, de contoneos precisos, menos exactos, olor exquisito. Los jadeos suplían la música, el ambiente estaba cargado, eléctrico, qué experiencia, yo nunca antes había sentido..., bueno, no así, tan..., no sé, intenso. Me tomó de la cintura, me dejó suspendida, como levitando, flotando, mi pelvis enloqueció, mi cuerpo entero se convulsionaba, estaba acabando y no pude evitar gritar Juan, Juan, Juan... Ahí me entró el pavor, me quedé quietecita, era el colmo ser tan mala amante como para andar nombrando a mi estúpido marido al momento del polvito clandestino; pero el espanto dio paso a la ira cuando este condenado empezó a invocar a una tal Betina, qué fraude, qué decepción, qué estafa, todo estaba tan bien. Hasta que fui sacada del trance y abrí los ojos, encontrándome con uno setenta y cinco metros de macho sudado, pelo negro desordenado y sonrisa enorme, ahí estaba Juan, sin enojos, y yo, Betina, perfectamente estirada entre él y la cama, como bella mariposa de insectario.

Patricia Salgado Middleton

jueves, 27 de noviembre de 2008

Visón

—Lo tendrás —dice Julia—. Si comienzas a trabajarle desde ahora, podrás tenerlo para la navidad próxima. Con la posición que tiene Philippe, no puede llevar mucho tiempo a su mujer sin visón: daría que hablar.
—El visón me importa un comino, no lo quiero.
—Vamos, no digas eso; no seas injusta. El visón está lleno de cualidades, es caliente, es ligero, es bonito, le va a todo el mundo, y además es sólido. En ciertos casos, puede durar más que el matrimonio.

Cristiane Rochefort

miércoles, 26 de noviembre de 2008

La cosa

Él, que pasaremos a llamar el sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa. Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y por otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos miradas se crucen para que el puente sea tendido y los abismos franqueados.
Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules que quizá —con un poco de suerte— se detenían en ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la clavaron contra la pared y la hicieron objeto —objeto de palabras abusivas, objeto del comentario crítico de los otros que notaron la velocidad con la que aceptó al desconocido—. Fue ella un objeto que no objetó para nada, hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se hiciera carne en ella. Carne dentro de su carne, lo de siempre.
La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del sujeto que era de lo más proclive. El objeto asumió de inmediato —casi instantáneamente— la inobjetable actitud mal llamada pasiva que resulta ser de lo más activa, recibiente. Deslizamiento del sujeto y objeto en el mismo sentido, confundidos si se nos permite la paradoja.

Luisa Valenzuela

martes, 25 de noviembre de 2008

Felicidad

Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal.
No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo y domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora. Y es tanta su adoración, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los gruesos brazos de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda desde hace años con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo tanta paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas, y algún día, muy pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y a sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.

Andrés Neuman

lunes, 24 de noviembre de 2008

Un hombre serio

Era un hombre sin reloj y sin codicia, hábil en el ejercicio diario de la alegría.
Cuando los presentaron, ella lo consideró adecuado fundador de una estirpe. No tardó en convencerlo.
Transcurrido cierto tiempo de vida en común, la esposa le enseñó la ventaja de las comidas a horario y los cheques puntuales. Oscar depuso la cámara fotográfica, el saxo y su colección de máscaras africanas.
Más tarde se avino a usar trajes de colores sobrios. Aprendió la conveniencia de cortarse el pelo cada quince días y de adoptar horarios fijos. Oscar también empezó a reconocer el polvillo sobre el lustre de sus zapatos acordonados y el reflejo de su imagen en el vidrio del escritorio. Después de un tiempo supo lo que era ser respetable. Y hasta empezó a gustarle.
Ella suspira resignada al decir que le costó mucho acostumbrarse a un hombre tan serio.

Laura Nicastro

domingo, 23 de noviembre de 2008

El pulpo

El pulpo extendió sus brazos: era un pulpo multiplicado por sí mismo.
Carlota lo miró horrorizada y corrió a la puerta. ¡Maldita costumbre de encerrarse con llave todas las noches! ¿En dónde la habría dejado? Regresó a la mesita. La llave no estaba ahí. Se acercó al tocador. En ese momento se enroscó en su cuello el primer tentáculo. Quiso retirarlo pero el segundo atrapó su mano en el aire. Se volvió tratando de gritar, buscando a ciegas algo con qué golpear esa masa que la atraía, que la tomaba por la cintura, por las caderas. Sus pies se arrastraban por un piso que huía. El pulpo la levantaba. Carlota vio muy de cerca sus ojos enormes. Era sacudida, volteada, acomodada y recordó que entre aquella cantidad de brazos debía haber una boca capaz de succionarla.
Se refugió en su desmayo. Al volver a abrir los ojos se hallaba tendida en la cama. Un tentáculo ligero y suave le acariciaba las piernas, las mejillas. Otro jugaba con su pelo.
Carlota comprendió entonces y sonrió.

Elena Milán

sábado, 22 de noviembre de 2008

Anima mea

Ciertos momentos de nuestra vida son francamente aterradores. Basta frotar, mientras tomamos una ducha, la pastilla de jabón recién comprada esta tarde, para que emerja, súbitamente, de una de las burbujas, la mujer tantas veces deseada y nunca alcanzada.
Podemos contemplarla entonces, recorrer su desnudez una vez tras otra con miradas lúbricas, descubrir en sus ojos que ella también arde en deseos por nosotros. Pero no más. Todos sabemos lo frágiles que son las burbujas de jabón. Todos hemos visto cómo se deshacen cuando intentamos apoderarnos de ellas.

Miguel Gomes

viernes, 21 de noviembre de 2008

Hambre colectiva

Cuando un ómnibus ha devorado más hombres y mujeres de los que aceptan alegremente sus entrañas, su proceso digestivo se ve interrumpido abruptamente. Cesa, por falta de espacio, el convulsivo batir de su estómago, se limita la secreción de jugos gástricos y los pasajeros son excretados por la puerta posterior prácticamente intactos. La Secretaría de Transportes no se hace responsable de aquellos que se atreven a viajar en un ómnibus vacío.

Ana María Shua

jueves, 20 de noviembre de 2008

Ella él

Él, que se acuesta con ella, él, que para atraerla fue poniendo de manifiesto tan diversos rasos de carácter, su desilusión, entre otros, su manera de manejar a lo pase lo que Dios quiera, entre otros, su capacidad de contar verdades como si fueran embustes, entre otros. Él, que cuenta en su haber los cien metros planos el gusto por las medias caras el paralelo y risible descuido por los zapatos el aprecio por autores de los que llaman menores el tiro con rifle la manía de no botar las camisas viejas el tabaco inglés la confesión de que cualquier pendejada lo conmueve la constancia —llámenla si quieren testarudez— irracional, la teoría de que hablar con las mujeres es perder el tiempo de que mejor las manos que además siempre deben estar doblando tapas de frasco monedas quebrando astillas aplastando nueces para hacerle sentir a ella una cierta impresión de peligro inminente tenaza.
Ella, que tan repetidamente ha puesto de manifiesto su miedo por las ratas cierto sueño infantil de desamparo su aversión hacia las señoras gordas el gusto de que le hagan cosquillas en el tercer espacio intercostal derecho su indiferencia por la metafísica su interés por la hiperconductividad metálica su compulsión de romper jarrones su amor por los cuartos encerrados y sin muebles su aversión por las jaulas con pajaritos su convicción de que los caracoles arrastran el invisible carro del olvido su risa por las señoritas que se tiñen su propensión a crear lenguajes cuyas palabras son ciertos guiños ciertas formas de relamerse los labios.
Él, ese carajo a quien inventé atribuyéndole las cualidades todas que creí podrían atraerla y que en efecto la atrajeron y que en el fondo no tienen nada que ver conmigo que soy otra cosa, que como ustedes sabrán soy enteramente otra cosa.
Ella, que tantos antedichos rasgos inventó para atraer, no a mí, sino al monigote falso que yo había creado, no a mí, sino a ese ser increíble que todas las noches posee y que tiene tan poca existencia como el que ella ha creado.
Ella él quién pudiera reventarles los ojos decirles a él cabrón a ella puta levantarles la tapa de los sesos, quién entonces yo y tú mirándonos con horror y asco desde nuestra repentina verdad, nuestra extrañeza.

Luis Britto García

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Los ancianos fieles

—Otra vez ha entrado el mariposón —dijo la abuela—. Voy a espantarlo como todas las noches.
El mariposón volaba alrededor de una lámpara. Los nietos salieron del cuarto. La abuela cerró la puerta con llave y bajó las celosías de las ventanas. El mayor de los nietos se escondió para ver cómo la abuela espantaba al mariposón.
Y vio al mariposón caminando por el espejo de la cómoda, quitarse las alas y sentarse en una silla. Y vio a la abuela abrir el armario y sacar unos bigotes, un sombrero y un frac.
El mariposón sentado en la silla era un hombre desnudo y se vistió poniéndose de pie los bigotes, el frac y el sombrero.
Y vio a la abuela sacar de una gaveta del armario unas trenzas y un traje de novia. La vio desnudarse y vestirse poniéndose las trenzas y el traje de novia. Y vio a los abuelos como estaban en el retrato del comedor, sonriéndose en un marco dorado. Después los vio volando, tomados del brazo, besándose, dando vueltas alrededor de la lámpara. 

Javier Villafañe

martes, 18 de noviembre de 2008

Salvo excepciones

En la sala repleta circuló un aire helado cuando don Luciano, con todo el peso de su prestigio y de su insobornable capacidad de juicio, al promediar su conferencia tomó aliento para decir: “Como siempre, quiero ser franco con ustedes. En este país, y salvo excepciones, mi profesión está en manos de oportunistas, de frívolos, de ineptos, de venales”.
A la mañana siguiente, su secretaria le telefoneó a las ocho: “Don Luciano, lamento molestarlo tan temprano, pero acaban de avisarme que, frente a su casa, hay como quinientas personas esperándolo”. “¿Ah, sí?”, dijo el profesor, de buen ánimo. “¿Y qué quieren?”. “Según dicen, se proponen expresarle su saludo y su admiración”. “¿Pero quiénes son?”. “No lo sé con certeza, don Luciano. Ellos dicen que son las excepciones”.

Mario Benedetti

lunes, 17 de noviembre de 2008

Visita al gran día

Vuelvo a la casa de mis padres. Esta vez es una casa distinta. En el comedor hay una gran mesa colmada de alimentos, frutas y postres. Esa abundancia no me sorprende y me complace: la casa parece rebosar de cosas simples y necesarias. Mis padres lucen más jóvenes y mis hermanos son todavía pequeños. Sólo yo soy mayor. Entiendo que así el tiempo ha pasado para mí, de modo que la energía con que mi madre se desplaza es, en verdad, anterior a este presente. Mi padre va y viene en un movimiento dinámico y plácido. Me abrazan y me ofrecen de comer. Sé que esta vida bajo el gran día es cierta. Estamos todos vivos, me digo, y el tiempo aún no ha agotado los alimentos de la mesa.

Julio Ortega

domingo, 16 de noviembre de 2008

La cueva de Montesinos

Soñó Don Quijote que llegaba a un transparente alcázar y Montesinos en persona —blancas barbas, majestuoso continente— le abría las puertas. Sólo que cuando Montesinos fue a hablar Don Quijote despertó. Tres noches seguidas soñó lo mismo, y siempre despertaba antes de que Montesinos tuviera tiempo de dirigirle la palabra.
Poco después, al descender Don Quijote por una cueva el corazón le dio un vuelco de alegría: ahí estaba nada menos que el alcázar con el que había soñado. Abrió las puertas un venerable anciano al que reconoció inmediatamente: era Montesinos.
—¿Me dejarás pasar? —preguntó Don Quijote.
—Yo sí, de mil amores —contestó Montesinos con aire dudoso— pero como tienes el hábito de desvanecerte cada vez que voy a invitarte…

Enrique Anderson Imbert

sábado, 15 de noviembre de 2008

Hora sin tiempo

Un pasajero, a otro:
—Disculpe, caballero, mi reloj se ha parado. ¿Qué hora tiene usted?
—Oh, lo siento; el mío se paró también.
—Por casualidad… ¿a las 8.17?
—Sí, a las 8.17.
—Entonces ocurrió, ciertamente.
—Sí. A esa hora.

Álvaro Menén Desleal

viernes, 14 de noviembre de 2008

La verdadera historia del Pecado Original

A la luz de los conocimientos científico modernos, se ha establecido que no fue la serpiente la que indujo a Eva a brindar su manzana a Adán.
En realidad, Eva dormía en el huerto del paraíso, a la sombra del manzano, cuando el fruto prohibido se desprendió y cayó por la ley de gravedad que Newton enunciaría más adelante.
No sólo la golpeó con dureza, sino que la sacó de sus virginales sueños de doncella.
En su vecindad, Adán aguardaba que ella despertara, para invitarla, como todas las tardes, a inocentes juegos. Pero Eva lo creyó culpable: supuso que él, inmoderado en sus travesuras, le había arrojado la manzana a la cabeza. Entonces furiosa, le gritó:
—¡Te la vas a comer!
Él, intimidado, se la comió.
Ella quedó satisfecha.
Pero ya habían pecado.

Antonio Di Benedetto

jueves, 13 de noviembre de 2008

Acto de amor

Se miró en el espejo, desnudo. Le dolió a la juventud que reflejaban sus diecisiete años: ella era mucho mayor. Estaba decidido. Tomó los anteojos de su abuelo y se los puso. Al principio, vio su imagen difusa pero, lentamente, fue graduando la vista hasta que pudo distinguirse con precisión a través de los cristales. Ya había dado el primer paso. Con alegría y paciencia, convirtió cada cabello en una cana. Después, se concentró en la cara: marcar algunos surcos en la frente, lograr varias arrugas, desteñir un poco el color de los ojos para que fuesen como los de ella. La piel comenzó a tensarse por el crecimiento de la barba, blanca y dura. Entonces abrió la boca, eligió algunos dientes y los escupió. Estaba agotado. Se infundió nuevas energías pensando apenas un instante en ella y se dispuso a seguir. Aflojó los músculos de los brazos y de las piernas y, una vez modelada la curva de la espalda, se dedicó a redondear un poco el vientre. Se impuso el fracaso de su sexo: estaba seguro de que con ella compartiría cosas mejores. Respiró profundamente mientras recorría, conforme, su cuerpo con la vista. El aspecto ya estaba logrado. Ahora faltaba lo más difícil. ¿Cómo fabricar recuerdos de cosas que nunca había vivido? Una idea lo hizo sonreír: era viejo y muchos viejos no tenían memoria. Se apuró a concluir la tarea. Poco a poco, su mente se fue poblando de lugares oscuros, impenetrables. De pronto, la mirada de un viejo que sonreía, su propia mirada, lo distrajo. Examinó su reflejo como si lo descubriera por primera vez, sin entender. Le pareció recordar que él mismo se había construido esa imagen. Lástima que ya no supiera para qué lo había hecho.

Juan Sabia

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Hotel 'La Estación'

El hombre se arregla la corbata frente al espejo de uno de esos muebles helados de cuarto de hotel. Detrás de él, la muchacha está sentada al borde de la cama con las rodillas juntas: dos caritas lavadas y pálidas que seguramente no han conocido la risa o se han valido de ella muy de cuando en cuando. Dos tiras de cabellos negros le escurren por encima de los pechos.
El hombre escuchó una risita aguda que de manera extraña se escurrió por su cuerpo de arriba hacia abajo y llenó las yemas de sus dedos, haciéndole sentir que resbalaban otra vez por sobre los huesos afilados de la muchacha.
Volvió la cabeza.
—¿Tú crees que te has acostado conmigo esta noche, catire? —le oyó decir—. Pues no. Conmigo ya no se acuesta nadie.
El hombre, sin preocuparse por encontrar respuesta se puso la chaqueta y se contempló una vez más frente al espejo, hallándose liviano y satisfecho.
La risa se escuchó una vez más.
—¿Quieres saber por qué? —preguntó la mujer—. Porque yo estoy muerta, catire. Mírame. Quiero que me recuerdes siempre. Ahora tengo que irme.
Reuniendo todas sus fuerzas hizo un intento por desaparecer, pero no obtuvo ningún resultado. El hombre, sonriendo desdeñosamente, abandonó la habitación.
Ella era todavía demasiado joven e inexperta. Una vez a solas repitió su intento, y esta vez desapareció en un soplo.

Salvador Garmendia

martes, 11 de noviembre de 2008

Cuento de horror

La señora Smithson (estas cosas siempre suceden en Londres) resolvió matar a su marido. No por nada sino porque, simplemente, estaba harta de él. Se lo dijo:
—Thaddeus, voy a matarte.
—Bromeas, Euphemia —se rió el marido.
—¿Cuándo he bromeado yo?
—Nunca, es verdad.
—¿Por qué habría de hacerlo ahora y en un asunto de tanta importancia?
—¿Y cómo me matarás?
—Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pizca de arsénico en las comidas. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estás dormido para destrozarte el cráneo con un candelabro de plata maciza, conectaré a la bañera un cable de la electricidad. No, todavía no lo sé.
El señor Smithson perdió el sueño y el apetito, se enfermó de los nervios y se le alteraron las facultades mentales. Seis meses después falleció.
Euphemia Smithson le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

Marco Denevi

lunes, 10 de noviembre de 2008

La montaña

La montaña tiene mil metros de altura. He decidido comérmela poco a poco. Es una montaña como todas las montañas, vegetación, piedras, tierra, animales y hasta seres humanos que suben y bajan por sus laderas.
Todas las mañanas me echo boca abajo sobre ella y empiezo a masticar lo primero que me sale al paso. Así me estoy varias horas. Vuelvo a casa con el cuerpo molido y con las mandíbulas deshechas. Después de un breve descanso me siento en el portal a mirarla en la azulada lejanía.
Si yo dijera estas cosas al vecino de seguro que reiría a carcajadas o me tomaría por loco. Pero yo, que sé lo que me traigo entre manos, veo muy bien que ella pierde redondez y altura. Entonces hablarán de trastornos geológicos.
He ahí mi tragedia: ninguno querrá admitir que he sido yo el devorador de la montaña de mil metros de altura.

Virgilio Piñeira

domingo, 9 de noviembre de 2008

El diario a diario

Un señor toma el tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo.
Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de plaza.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas impresas.
Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.

Julio Cortázar

sábado, 8 de noviembre de 2008

Rancho de prisioneros

Cuando daban de comer a los prisioneros recién traídos, fatigados, torpes y hambrientos, aquellos soldados de cuarenta años, ya sensibles a las incomodidades del cuerpo, ya conscientes de las limitaciones del alma, se quedaban apoyados en el fusil, mudos, sin cambiar entre sí ni una mirada. Se entregaban al espectáculo, pensaban, pensaban…
Y veían comer, en silencio, al enemigo: fríos, absortos, como se mira comer a los animales del jardín zoológico: al mono y al elefante, al ciervo y al avestruz, al zorro, a la foca. Así, con una sensibilidad renovada, virgínea, miraban comer al Hombre —que nunca hasta entonces habían visto comer.

Alfonso Reyes

viernes, 7 de noviembre de 2008

Cada cosa en su lugar

Hay dramas más aterradores que otros. El de Juan, por ejemplo, que por culpa de su pésima memoria cada tanto optaba por guardar silencio y después se veía en la obligación de hablar y hablar y hablar hasta agotarse porque el silencio no podía recordar dónde lo había metido.

Luisa Valenzuela

jueves, 6 de noviembre de 2008

Cruce

Cruzaba la calle cuando comprendió que no le importaba llegar al otro lado.

Arturo Pérez Reverte

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La última cena

El conde me ha invitado a su castillo. Naturalmente yo llevaré la bebida.

Ángel García Galiano

martes, 4 de noviembre de 2008

Cuestión de orgullo

Realmente aquel hombre se obstinaba en no querer entender, mientras enfurecido me daba puntapiés en las costillas y riñones, me insultaba y me perseguía por toda la casa, incapaz de soportar la idea de esposo abandonado.
Yo no me defendía, sabía perfectamente que hubiera podido cortarle la yugular con la velocidad de un rayo, pero en el fondo me daba lástima, ya que en cuanto se cansara y dejara de golpearme, yo también me iría dejándole totalmente solo.
Porque ningún perro de mi categoría soportaría vivir con un dueño que no le permite contemplar, escondido tras las cortinas del dormitorio, cómo su mujer se desnuda todas las noches.

Julia Otxoa

lunes, 3 de noviembre de 2008

¡Ése soy yo!

Cuando vi sacar aquel cadáver del agua, grité:
—Ése soy yo... Yo.
Todos me miraron asombrados, pero yo continué: "Ése soy yo... Ése es mi reloj de pulsera con un brazalete extensible... Soy yo".
—¡Soy yo!... ¡Soy yo! —les gritaba y no me hacían caso, porque no comprendían cómo yo podía ser el que había traído el río ahogado aquella mañana.

Ramón Gómez de la Serna

domingo, 2 de noviembre de 2008

Ágrafa musulmana en papiro de oxyrrinco

Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte.

Juan José Arreola

sábado, 1 de noviembre de 2008

Con Dios

Dos hombres paseaban por el valle y uno, señalando hacia la montaña, dijo:
—¿Ves esa ermita? Allí vive un hombre que hace ya mucho tiempo se divorció del mundo. Busca a Dios y a nada más sobre la tierra.
—No encontrará a Dios —dijo el otro hombre— hasta que no abandone su ermita y la soledad que lo envuelve, y regrese a nuestro mundo a compartir nuestra alegría y dolor, a bailar con nuestras bailarinas en las fiestas de esponsales, y a llorar junto a aquellos que lloran alrededor del ataúd de nuestros muertos.
Y el otro hombre se convenció en su corazón, mas, pese a ello, respondió:
—Concuerdo con lo que dices, mas creo que el ermitaño es un buen hombre. Y ¿no podría ser que un solo buen hombre con su ausencia obrara mayores bienes que la aparente bondad de tantos hombres?

Gibrán Jalil Gibrán