—Mi querido caballo —susurré en la oscuridad, y lamí su hermoso cuello y olí su olor fuerte a piel de caballo amado. Él se echó a galopar, yo a reír. Cabalgamos con bravura hasta la puerta de los pasadizos. Una vez ahí, quiso parar, mi caballo no entendía de laberintos, pero yo lo espoleé, le castigué duro con la fusta hasta hacerlo desbocarse. Furioso, penetró en los corredores, intentó derribarme golpeando sus flancos contra las paredes calientes como tripas de dragón. Atravesamos las vísceras del monstruo, yo vencedora, él sometido. Cuando llegamos al centro del corazón, le invité a beber en las cascadas rojas. No bebió. Le temblaba la piel, los ojos se fugaban de las órbitas. Tenía miedo mi caballo. Pero yo le ignoré, incluso me dio cierto placer sentirlo de pronto tan frágil. Le hice esperar atado a una roca mientras yo llenaba mis bolsillos de escamas relucientes. Cuantas más cogía, más quería coger, más lo hacía esperar. Así llegó el alba.
Desperté con los dedos del sol enredados en mis pestañas, la cama vacía. Junto a mi ropa, un montón de brillantes. Ningún rastro de él.
Carola Aikin
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