El hombre se arregla la corbata frente al espejo de uno de esos muebles helados de cuarto de hotel. Detrás de él, la muchacha está sentada al borde de la cama con las rodillas juntas: dos caritas lavadas y pálidas que seguramente no han conocido la risa o se han valido de ella muy de cuando en cuando. Dos tiras de cabellos negros le escurren por encima de los pechos.
El hombre escuchó una risita aguda que de manera extraña se escurrió por su cuerpo de arriba hacia abajo y llenó las yemas de sus dedos, haciéndole sentir que resbalaban otra vez por sobre los huesos afilados de la muchacha.
Volvió la cabeza.
—¿Tú crees que te has acostado conmigo esta noche, catire? —le oyó decir—. Pues no. Conmigo ya no se acuesta nadie.
El hombre, sin preocuparse por encontrar respuesta se puso la chaqueta y se contempló una vez más frente al espejo, hallándose liviano y satisfecho.
La risa se escuchó una vez más.
—¿Quieres saber por qué? —preguntó la mujer—. Porque yo estoy muerta, catire. Mírame. Quiero que me recuerdes siempre. Ahora tengo que irme.
Reuniendo todas sus fuerzas hizo un intento por desaparecer, pero no obtuvo ningún resultado. El hombre, sonriendo desdeñosamente, abandonó la habitación.
Ella era todavía demasiado joven e inexperta. Una vez a solas repitió su intento, y esta vez desapareció en un soplo.
Salvador Garmendia
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