domingo, 1 de febrero de 2009

El enmascarado

¡Ah, estar esperándolas! En las esquinas, en el interior de los portales, oculto entre los árboles. Verlas es despedirse de sus amigas, de sus novios, y avanzar solitarias, decididas, por la calle en penumbra. Sentir el roce de sus medias, como el agua corriendo por un cristal, el leve corred de sus faldas, como ramas movidas por el viento… Y empezar a seguirlas.
Hacerlo a escondidas, buscando obstinadamente el momento más secreto. Saltar de árbol en árbol, atajar por oscuros solares, dejándolas de ver brevemente, para volver a hacerlo instantes después desde la tapia aceitosa, apartada. Esperar a que lleguen allí, verlas avanzar leves y confiadas, como patinadoras, por la calle bañada por la luz de la luna y, finalmente, salir del escondite y cortarles el paso. Sentir sus cuerpecitos tensos, excitados, el loco palpitar de sus corazones, y hacerlas callar con la fuerza de la mirada. Iniciar el largo recorrido de las caricias, y verlas cambiar su resistencia inicial por una temblorosa conformidad, doblegarse ante el mandato del enmascarado, ceder absolutamente ante el empuje del arma adorable.
Poder asaltarlas dulcemente, no para hacerles daño, para sumirlas en la indignidad y el rencor, sino para ensalzarlas, para hacerlas sentirse dichosas y elegidas. Ser el tránsfuga amable, el proscrito enamorado, el asesino tierno, y abrazarlas profunda e intensamente, como llevándoselas sanas y salvas por el filo peligroso de las cosas, como conduciéndolas a un reino secreto.

Gustavo Martín Garzo

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