De viaje en el metro, un vagón no tan lleno, voy sentado, vestido de estricto traje gris. Leo un libro de ensayos y por momentos miro hacia algún andén al que arribamos para saber la estación en turno; aprovecho entonces para echar una ojeada a la gente que me circunda y, en una de esas, entre otras piernas, descubro unas de mujer bien formadas pero nada peculiares. Sin embargo, por decirlo así, organizadas de tal manera especialmente que me alejan de la lectura; sucede que la más próxima va flexionada y delante de la otra, vertical y firme. Piernas blancas que sobresalen o sobre bajan del borde del vestido negro, calzan zapatos grises de tacón que emplean correa para sujetarse por atrás. En el caso del primer pie, da vuelta completa dejando al descubierto el talón sonrojado, mientras que en el trasero la correa se ha caído de tal forma que el talón se queda completamente desnudo. Cuando tuve este pensamiento, me fui desnudando por dentro hasta sentir una grata sensualidad que nacía en mi estómago y bajaba hacia mis genitales. Supe también en ese instante que me encontraba ante un hecho fundamental para mi fetichismo y entendí que un talón sin correa es un breve seno sin pezón que se nos ofrece en el ambiente de complicidad del hecho social sobrentendido; es una cálida nalguita que asoma, inocente y erótica, por la parte de atrás de un zapato de tacón para mujer linda; es la mesurada invitación pública a desordenar nuestro espíritu sin que nadie se dé cuenta, ni la mujer misma, de la cual no conocemos el rostro. Se llega a la estación fatal, se desacomoda la geografía humana y lamento demasiado disponerme a asistir a una reunión literaria.
Guillermo Samperio
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