Sería a todo dar que la vida no se nos hiciera vieja, pero de repente amanecen los días todos arrugados. Las horas se apeñuscan y se van de un jalón las dos, las tres, las cuatro, y sin darnos cuenta ya anocheció; y uno ahí metido entre la vida amarillenta y desgastada, con un montón de minutos inservibles en los que no sucede nada porque ya sucedió. Y es que a veces nos toca una vida de segunda mano que otro ya vivieron. En la mía ya alguien me ganó ser torero, otro se casó con la mujer que yo quería, uno más se hizo rico con mi trabajo y hubo hasta quien se murió por mí. Así que no me dejaron nada por hacer. Y la vida cada vez más reseca y carcomida. Hay semanas que empiezan y no terminan; se repiten los domingos todos los días porque no tienen fuerzas para hacerse lunes. Y, si acaso lo logran, comienzan a las seis de la tarde, cuando ya el sol se está poniendo y las mujeres tapan a los pájaros y los viejos recuerdan a sus muertos. Ni modo, a algunos nos toca vivir con la vida toda manoseada por los demás; yo no sé cómo le hacen para llegar los primeros y estrenarla. La única ocasión que yo vi amanecer estaba nublado y ni los gallos cantaron, así que me volví a dormir hasta que mi patrona se dio cuenta y me corrió. Le quise explicar y se hizo la desentendida. Por eso digo que la vida se parece a mi patrona, pasa frente a nosotros sin vernos ni oírnos, sin detenerse. Y la vemos alejarse sin vivirla. Yo llevo mucho tiempo viéndola pasar y cada año la noto más lejana, más llena de gente que no encuentra la salida. Y cómo no, si a estas alturas, cualquier fin de semana, de mes o de año, se junta con el fin de siglo. Pinche vida, y luego no queremos que esté vieja.
Martha Cerda
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