Nadie trajo más dinero a la casa de la calle Suipacha que la pequeña Flora, o Tachibana. Era en 1892. Asombraba su maravillosa ciencia de los sentidos.
—Caballeros —política y alcohol— la comentaban en el club.
Uno le ofreció casamiento. Como si fueran un pañuelo le ofreció sus campos, donde cabían cien Japones. Otro, alto y rubio, en un duelo por ella mató al suegro y se mató después.
Esta pequeña Flora, o Tachibana, se preocupaba por el Chan’g, la gran doctrina sin doctrina. Por las mañanas meditaba: “¿Quién eras antes de que nacieran tus padres?”. Su pensamiento fue invadiéndola hasta compenetrar la habitación.
Y bien, como se sabe, en cierta fecha a las diez de la noche atendía al vicepresidente de la República. Brindaron. El roce de las copas de cristal irrumpió en su oído como cien volcanes. Se vio, reverberando como las hojas y las casas y los monstruos y los planetas y el rumor de la fuente.
Dicen que bajó la escalera, su cara refulgía. Rió frente a la dueña abriendo los dos brazos.
No es que no volviera a trabajar. Volvió y fue invulnerable.
Sara Gallardo
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