Amaba el agua, Elisa. La amaba infinitamente. Sólo en ella se sentía protegida y segura. Y nadaba, nadaba hasta el límite de sus fuerzas, y se abandonaba dejándose llevar a la deriva.
Esa mañana nadó todavía por más, se detuvo cansada, y se dejó mecer dulcemente con los ojos entornados. Cuando, dispuesta a volver, los abrió de nuevo, ya no alcanzaba a ver la costa. ¿Era posible que se hubiese alejado tanto? A su alrededor, infinitamente, agua y más agua, un ilimitado horizonte líquido que se confundía con el cielo.
Un vórtice violento la envolvió y la atrajo. Con las pocas fuerzas que le quedaban trató de resistirse, pero luego se rindió y se dejó llevar.
—¡Se rompió la bolsa! ¡De prisa! ¡De prisa! Respire profundamente... Una maravilla de niña: ¡ya ha nacido! ¿Ha decidido cómo llamarla, señora?
—La voy a llamar Elisa: un nombre que siempre me gustó.
Irio Ottavio Fantini
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