Mi amiga Sofronia no tiene, como se murmura, un carácter extraño y voluble. Tiene una lógica propia. Dice, para dar un ejemplo: “Hoy hace mucho calor”. Y añade: “Tanto es así, que me he puesto la camiseta de lana”. O bien, lo que es todavía más indicativo de su manera de razonar: “Tanto es así que los antiguos egipcios andaban a pie; acaban de decirlo en la televisión”. “¿Calzados o descalzos?”, le pregunto interesándome por el tema. “Depende. Pero ¿qué te importa?”.
Mi amiga Sofronia es un volcán de ideas. Tantas y tan embrolladas que a veces me resulta imposible seguirla. Puntualizo: el desconcierto es mío, que no estoy a su altura. Por eso cada tanto debo interrumpirla. “Pero ¿de quién hablas?”. “De los otros: ¿es necesario decirlo?”. “¿Los otros? ¿Quiénes?”. “El mundo entero, ¡es evidente!”.
Hasta aquí, todo bien. Conozco mis límites y, con el tiempo, he aprendido a medir mis palabras.
Alguna vez, lo admito, mi naturaleza machista e impulsiva me hizo cuestionarla. Y entonces...
Para dar un ejemplo: mi mano izquierda fue reemplazada por este muñón de cuero, un ejemplo elocuente de lo que puede uno de sus mordiscos. Pero enseguida se arrepintió: el muñón, con las volutas doradas impresas en el cuero, me lo hizo ella con sus manos expertas y, debo admitirlo, es de una elegancia exquisita. Cuando me lo puso, dijo llorando: “Querido, ¿podrás perdonarme?”. Luego pensó un instante y agregó: “Te queda muy bien ¿sabes? Y te hace más joven”.
Fabio Della Setta
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