Él amaba sus pechos anchos caídos como lenguas mansas sobre su abdomen abultado. Le gustaba recorrer su cuerpo lleno de curvas, de excesos, de pliegues, de blanda acogida. Tocarla era el presagio del placer y el abrazo le hacía perder los límites de su propia piel confundida en la de ella. Nada se comparaba a su cuerpo lleno de historias.
El día en que se fue sin aviso, él se prosternó ante la desolación. Cada tarde fue un espiar por la ventana aguardando su regreso.
Tres meses después, los conocidos golpecitos rítmicos lo estremecieron.
Parecía ella, sólo que reducida, estirada, tensada como una cuerda. Buscó beber sus pechos, la abrazó, la desnudó lleno de besos y sentido, pero el hálito a goma, la dureza de sus caderas, el vientre plano.
Cuando ella despertó, no pudo explicarse el cuerpo tan amado, balanceándose desde la viga principal.
En los ojos del suicida, se leía la orfandad.
Pía Barros
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