Quizá aún la amaba cuando me desabroché la blusa allí mismo, en el bar, secretamente esperando volver a seducirla: “Sólo por esta noche”, susurré en su nuca de niño. Pero ella fue implacable. Ella tomó la pajita de aquel vaso pringado de nuestros besos confundidos, avergonzada sin duda, o violentada o qué sé yo y, delante de todos, la introdujo en mi pecho. Lentamente sorbió la sangre que me fluía desde el corazón hasta dejarlo vacío. “Ya no queda nada”, me dije, le dije. Y antes de morir bebí las lágrimas que caían de sus ojos voraces.
Carola Aikin
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