lunes, 23 de marzo de 2009

Filtro de amor

Soñaba a menudo con disponer de una gama sin fin de artimañas ante las que ellas no tuvieran otra opción que rendirse, que lo hicieran casi sin darse cuenta, olvidando lo que sucedía bajo su influjo, de modo que ninguno de sus excesos, de sus caprichos de amor, pudiera entristecerlas o humillarlas. Que salieran de esa turbia locura que era posesión sexual, grávidas y somnolientas, como animales que despiertan de su sueño invernal.
En una mayor inteligencia en el varón, que así podría engañarlas sin violencia, empleando sus mayores recursos; o en ciertas irrefutables debilidades que las hicieran fácilmente accesibles (que por ejemplo las axilas, las ingles de los varones, exudaran una sustancia almizclada a cuyo simple olor, y bastaría tenderlas con disimulo las yemas de los dedos untados en ella, no pudieran negarse). Que fueran receptivas a los filtros de amor, presas fáciles de cualquier maniobra hipnótica, o que el varón tuviera ese poder superior, ese poder magnético, y pudiera con sólo hacer chascar los dedos privarlas de su voluntad, dejándolas gloriosamente desamparadas, como pájaros inmovilizados por la mirada soberbia del reptil, como gallinitas fijas en la línea de tiza, como animales deslumbrados en plena noche por los haces de luz de los velocísimos faros. Indefensas, desamparadas, y así más enteramente ellas mismas. Por fin a salvo de la voluntad, esa usurpadora.

Gustavo Martín Garzo

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