El autobús paraba a muy pocos metros del banco de la placita en el que el viejecillo se ponía a tomar sol y a ver bajar y subir a la gente del vehículo. Sobre todo a las mujeres jóvenes y de mediana edad, pero no porque tuviese “ningún pensamiento” decía, sino porque tenía observado que tienen más alegría.
—Las viejas están ya tan golpeadas, que se vuelven duras como hombres.
Y con éstas era con las que hablaba casi siempre, aunque casi siempre también tenía que consolarlas hasta que se le agotaba toda la reserva de consuelo que él tenía para sí mismo y entonces se rendía. Ponía las manos sobre las rodillas. Y decía:
—Sí, sí; así es la vida.
Y ya llegaba el silencio. Hasta que volvía de nuevo al autobús y, mirando a las otras mujeres y a los niños que llevaban de la mano, sacaba de allí un poco más de alegría. Pero algunos días no llegaba al banco a tiempo de los primeros autobuses y, luego ya eran de hora y hora y, si se sentaba allí alguna mujer vieja u otro viejo, no sabía qué decirles.
José Jiménez Lozano
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