Un muy novato editor de París, que dirigía una colección que daba preponderancia a los libros clásicos (no por amor a las “obras inmortales”, sino porque los literatos muertos no pretenden cobrar regalías), dio a traducir la novela Vathek, de William Beckford, sin saber que el inglés la había escrito originariamente en francés y que la versión que él tomaba como texto madre no era otra cosa que la traducción del reverendo Samuel Henley. El traductor que recibió el encargo —un afable especialista en letras góticas— nada dijo del error, muy al contrario, fijó sus honorarios y apareció a los diez días en la casa editorial con la labor cumplida, vale decir con una copia fiel, letra por letra, del original francés de Beckford. El editor quedó atónito. Ya le habían dicho que este traductor era muy eficiente, pero tal celeridad le resultaba inconcebible.
Transcurrieron dos meses y el especialista en letras góticas recibió un llamado del editor. “La traducción está bastante bien pero me he permitido introducir algunos cambios para nada relevantes”. Decidido estaba el traductor a confesarlo todo, a aclarar el malentendido, cuando escuchó que el otro le recomendaba: “No se apresure tanto la próxima vez. Es innecesario y se nota”.
Eduardo Berti
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