miércoles, 31 de diciembre de 2008

La mujer de hiel

La mujer lo besó cuando él le pidió que lo besara, se hincó ante su miembro, lamió, abrió sus piernas y sincronizó sus muslos con el ritmo de las embestidas del acezante; se volteó antes de que se lo pidiera, gimió, fingió la alucinación de un orgasmo, y volvió a besarlo hasta que quedó satisfecho.
Antes del amanecer él la requirió otra vez, y ella lo atendió con el cuerpo dispuesto como antes. Era su querida desde hacía algo más de una década: lo había visto crecer socialmente, casarse con otra, había compartido la ilusión de su primer hijo mientras que ella secaba su entraña para no preocuparlo, lo había consolado cuando su divorcio (la esposa se fue con otro) y había escuchado con atención sus gastadas promesas de una pronta unión, no una boda, desde luego, pero sí el reconocimiento público de lo suyo. Lo descubrió —ya consolado— refundido en otras pieles, feliz, olvidado de sus promesas... hasta que en su vientre algo reventó, ácido, transmutando su amor en odio, un odio filudo y poderoso.
Esperó a que despertara, a que uniera en su cabeza los hilos del día que comenzaba, y sus manos acariciantes se deslizaron en torno al cuello del hombre y apretaron con fuerza hasta ahogarlo, hasta que en su azorado rostro la vida se apagó, olvidada, como esa última noche juntos.
Y los bellos ojos de la mujer no intentaron, siquiera, la sombra mentida de una lágrima.

Maribel García Morales

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