lunes, 6 de abril de 2009

El amor de las sirenas

Una de las sirenas había seguido al Arca durante varios días a través de un mar tempestuoso que prometía echar a pique la frágil embarcación a la menor falsa maniobra. A veces perdía el rastro, para luego, más adelante, encontrarlo en algún pez muerto que devoraba con fruición de un solo bocado, o en el vuelo lejano de un grupo de gaviotas que acompañaba al Arca en su ruta desconocida. Ella pensó que era como una cáscara de nuez a la deriva, o una tortuga flotando muerta o dormida en el océano.
La noche de la tormenta, al noveno día, Noé pensaba en la sirena mientras finalizaba sus notas. Recordaba los ojos huidizos que comenzaban en aquel momento a hundirse en el agua y que sabía perdidos para siempre. La memoria era un débil coleóptero sobrevolando la escasa luz del candil, una máscara gastada por el tiempo y arrojada a la calle. Recordó como en un sueño un grupo de mujeres vendidas en una subasta pública la noche del gran incendio de Alejandría. Recordó a otras que había poseído en la intimidad de una alcoba a las orillas del Tana, a otras que nunca conocería, porque sus días estaban contados como las estrellas del cielo.
Lo último que sintió al apagarse el candil y ser arrastrado por la tormenta al fondo del agua, fue la mirada más triste del mundo a su lado, la cabellera de algas verdinegras, las manos húmedas que lo desnudaban en el silencio de las profundidades y unos diminutos dientes de pez que comenzaban a devorarlo despacio, casi amorosamente.

Wilfredo Machado

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