La isla a mediodía es insoportable. El calor y la humedad de la celda calan los huesos. Todos los habitantes entramos en un sopor que dura hasta las tres de la tarde cuando ha descendido un poco el sol. Esa es la hora escogida por el alcaide para las ejecuciones. Desde mi ventana alcanzo a divisar parte del camino que recorren los condenados. Generalmente son dos los que avanzan, custodiados por diez guardianes. Aquí nadie se preocupa por eso y hasta los mismos condenados parece que facilitan la labor de los ejecutores. Algunos dicen que son criminales peligrosos con más de cinco muertos encima. Avanzan hasta los acantilados y allí los fusilan. Luego los tiran al mar para cebar a los tiburones que rodean la isla. Cuando los guardianes regresan me siento nuevamente a escribir. Sé que algún día vendrán a llevarme a pasear y que desde mi ventana me veré en dirección a los acantilados de la muerte y que otro recluta forjará la ilusión de que soy un criminal peligroso con más de cinco muertos encima.
Harold Kremer
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