—Hijo mío, hijo mío...
Por fin encendió una lamparita y vi su cuerpo. Pero su cara quedó en la oscuridad.
Yo le dije “mamá”.
Me pidió que la abrazara. Y sentí sus uñas clavarse en mis hombros: pronto noté la humedad de la sangre.
—Hijo mío, hijo mío, bésame.
Me acerqué y la besé. Y sentí sus dientes clavarse sobre mis labios: la sangre corrió por mi cara, húmeda.
Se separó de mí un instante y pude ver su vientre. Dentro de sus entrañas había un ternerito que dormía. Y la cara del ternero era mi cara.
Fernando Arrabal
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