La mujer estaba en la cocina cuando llegó el hombre. Preparaba una cena liviana. “No se soporta el calor, no corre una gota de aire”. Cenaron en la cocina. A pesar del calor, el hombre comió mucho. Las piezas estaban calientes, faltaba el aire. Ella lavó los platos. Él se tomó un vaso de vino frío y se arrastró hasta la reposera del patio, cruzó las piernas, aflojó el cuello y miró al cielo, clavando la vista en un punto. La mujer apagó la luz y salió al patio. Se sentó en otra reposera y se abrió los botones del vestido. “Tengo calor”, lo dijo, pasándose una mano por el pecho húmedo de transpiración, “no aguanto más”.
El resplandor de la luna llena iluminaba los cuerpos.
Se escuchó una frenada cerca y unos ladridos que parecían lejanos. El hombre empezaba a dormirse. “¿Querés ir a la cama?”, le preguntó mientras su mano le recorría la pierna desde la rodilla hasta el sexo. “Sí”, dijo él, “mejor me acuesto”. La mujer permaneció recostada en la reposera que estaba cerca de la habitación donde el hombre ya casi dormía. Escuchó el ruido que hacían las aletas flojas del ventilador de la pieza y se cerró el vestido mientras trataba de acomodar su cuerpo en la reposera.
Ángela Pradelli
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