He vivido entre aquellos hombres que cambiaban de sexo a la orilla del mar. Tenían el alma nómade, y los ojos habituados al desierto. Cuando se ponía el sol, el más anciano sabía dibujar un cuerpo de mujer en la arena que los otros miraban callados hasta que lo disolviese el mar y la noche.
Luego se dormían, sin encender una sola fogata, formando un círculo de sueños en torno a ese vacío que aún latía en la arena. Durante la noche, violentas convulsiones agitaban sus rostros, como si esos hombres, impasibles frente a las espadas y la tormenta, no pudiesen tolerar que una indecisa forma de mujer penetrase en sus cuerpos y los ahogara.
Sin embargo, cada atardecer, el anciano repetía su tarea, y ellos lo contemplaban sin odio.
En cambio a mí nunca me miraron de un modo intenso, y si a alguno de ellos, en medio de la orgía, mi cabellera, al abrirse, le revelaba la onda palpitante de un seno, él, atroz y extrañamente, parecía no advertirlo, y prefería retornar a la hoguera de los otros cuerpos para entrelazarse en una ceremonia estéril.
No pude soportarlo, y me abandoné a los caminos. Pero cada nuevo hombre fue otra pesadilla. Ninguno me trató dulcemente. Nadie vio, jamás, en mi sombra errante, una mujer.
Carlos A. Schilling
No hay comentarios:
Publicar un comentario