sábado, 31 de enero de 2009

Estación fatal

De viaje en el metro, un vagón no tan lleno, voy sentado, vestido de estricto traje gris. Leo un libro de ensayos y por momentos miro hacia algún andén al que arribamos para saber la estación en turno; aprovecho entonces para echar una ojeada a la gente que me circunda y, en una de esas, entre otras piernas, descubro unas de mujer bien formadas pero nada peculiares. Sin embargo, por decirlo así, organizadas de tal manera especialmente que me alejan de la lectura; sucede que la más próxima va flexionada y delante de la otra, vertical y firme. Piernas blancas que sobresalen o sobre bajan del borde del vestido negro, calzan zapatos grises de tacón que emplean correa para sujetarse por atrás. En el caso del primer pie, da vuelta completa dejando al descubierto el talón sonrojado, mientras que en el trasero la correa se ha caído de tal forma que el talón se queda completamente desnudo. Cuando tuve este pensamiento, me fui desnudando por dentro hasta sentir una grata sensualidad que nacía en mi estómago y bajaba hacia mis genitales. Supe también en ese instante que me encontraba ante un hecho fundamental para mi fetichismo y entendí que un talón sin correa es un breve seno sin pezón que se nos ofrece en el ambiente de complicidad del hecho social sobrentendido; es una cálida nalguita que asoma, inocente y erótica, por la parte de atrás de un zapato de tacón para mujer linda; es la mesurada invitación pública a desordenar nuestro espíritu sin que nadie se dé cuenta, ni la mujer misma, de la cual no conocemos el rostro. Se llega a la estación fatal, se desacomoda la geografía humana y lamento demasiado disponerme a asistir a una reunión literaria.

Guillermo Samperio

viernes, 30 de enero de 2009

6

Cada vez que sale el rey de copas hay que tornar los hornos, para alimentarlos con el bagazo que mantiene constante el calor de la pailas. Cada vez que sale el as de oros, la miel comienza a danzar a borbotones y a despedir un aroma inconfundible que reúne, en su dulcísima materia, las más secretas esencias del monte y el fresco y tranquilo vapor de las acequias. ¡La miel está lista! El milagro de su alegre presencia se anuncia con el as de espada. Pero si es el as de bastos el que sale, entonces uno de los paileros ha de morir cubierto por la miel que lo consume, como un bronce líquido y voraz vertido en la blanda cera del espanto. En la madrugada de los cañaverales, se reparten las cartas en medio del alto canto de los grillos y el escándalo de las aguas que caen sobre la rueda que mueve el trapiche.

Álvaro Mutis

jueves, 29 de enero de 2009

La calle

Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.
Todo está oscuro y sin salida,
y doy vueltas y vueltas en esquinas
que dan siempre a la calle
donde nadie me espera ni me sigue,
donde yo sigo a un hombre que tropieza
y se levanta y dice al verme: nadie.

Octavio Paz

miércoles, 28 de enero de 2009

Historia castrense

Si les hubiera ordenado saltar por la ventana, lo habrían hecho casi con alegría, porque confiaban en él ciegamente.
Hasta que un día les ordenó que saltaran por la ventana, y entonces desertaron todos, porque un hombre que decide cosas semejantes no es de fiar.

Pere Calders

martes, 27 de enero de 2009

La parada del autobús

El autobús paraba a muy pocos metros del banco de la placita en el que el viejecillo se ponía a tomar sol y a ver bajar y subir a la gente del vehículo. Sobre todo a las mujeres jóvenes y de mediana edad, pero no porque tuviese “ningún pensamiento” decía, sino porque tenía observado que tienen más alegría.
—Las viejas están ya tan golpeadas, que se vuelven duras como hombres.
Y con éstas era con las que hablaba casi siempre, aunque casi siempre también tenía que consolarlas hasta que se le agotaba toda la reserva de consuelo que él tenía para sí mismo y entonces se rendía. Ponía las manos sobre las rodillas. Y decía:
—Sí, sí; así es la vida.
Y ya llegaba el silencio. Hasta que volvía de nuevo al autobús y, mirando a las otras mujeres y a los niños que llevaban de la mano, sacaba de allí un poco más de alegría. Pero algunos días no llegaba al banco a tiempo de los primeros autobuses y, luego ya eran de hora y hora y, si se sentaba allí alguna mujer vieja u otro viejo, no sabía qué decirles.

José Jiménez Lozano

lunes, 26 de enero de 2009

El traductor apresurado

Un muy novato editor de París, que dirigía una colección que daba preponderancia a los libros clásicos (no por amor a las “obras inmortales”, sino porque los literatos muertos no pretenden cobrar regalías), dio a traducir la novela Vathek, de William Beckford, sin saber que el inglés la había escrito originariamente en francés y que la versión que él tomaba como texto madre no era otra cosa que la traducción del reverendo Samuel Henley. El traductor que recibió el encargo —un afable especialista en letras góticas— nada dijo del error, muy al contrario, fijó sus honorarios y apareció a los diez días en la casa editorial con la labor cumplida, vale decir con una copia fiel, letra por letra, del original francés de Beckford. El editor quedó atónito. Ya le habían dicho que este traductor era muy eficiente, pero tal celeridad le resultaba inconcebible.
Transcurrieron dos meses y el especialista en letras góticas recibió un llamado del editor. “La traducción está bastante bien pero me he permitido introducir algunos cambios para nada relevantes”. Decidido estaba el traductor a confesarlo todo, a aclarar el malentendido, cuando escuchó que el otro le recomendaba: “No se apresure tanto la próxima vez. Es innecesario y se nota”.

Eduardo Berti

domingo, 25 de enero de 2009

Breve antología de la literatura universal

Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del hombre, y así supimos que a mitad de andar de la vida, uno despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia, otro dudó ante la calavera, otro se proclamó Melibea, otro lloró las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias, otro soñó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo nombre no me acuerdo. Y canta, oh diosa, con tu canto general, a la ballena blanca, a la noche oscura, al arpa en el rincón, a los cráneos privilegiados, al olmo seco, a la dulce Rita de los Andes, a las ilusiones perdidas, y al verde viento y a las sirenas y a mí mismo.

Luis Landero

sábado, 24 de enero de 2009

El beso de los dragones

El dragón baja desde un cielo oscuro cubierto de niebla hacia una ciudad desconocida. Recorre lentamente las calles, que están solas a esta hora, el arco de un puente por donde se desliza un río en silencio, una gasolinera abandonada, un parque solitario donde se detiene. Ahora siente el olor mezclado al aire frío de la noche como un rastro dejado entre los árboles por otro animal desconocido. El olor lo conduce a un viejo edificio gris y sucio. De los balcones cuelgan macetas abandonadas y polvorientas. El dragón sube y se detiene en una ventana. Dentro de la habitación, un niño lo sueña tal cual es en ese instante. El dragón entra y se posa en la cama suavemente. El olor es cada vez más fuerte. Acaricia con sus garras la cabellera del niño. Luego levanta con cuidado las sábanas y mira con curiosidad y cierto orgullo las pequeñas alas de suaves escamas que comienzan a despuntar en la espalda. Entonces el dragón lo besa con ternura. El niño dentro del sueño arroja un fuego diminuto como el del amor. El dragón quisiera despertarlo, pero sabe que él es sólo la proyección de un sueño y un deseo como todas las cosas del mundo. Se aleja en silencio y regresa a la noche de donde vino. El niño nunca pudo explicar cómo comenzó el incendio dentro de su habitación.

Wilfredo Machado

viernes, 23 de enero de 2009

Exilio

Nunca se vio en Gelo nada tan cómico.
Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reír con esas piernas tan largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.
Le dimos grubas, y linas, y kialas.
Pero no quiso recibirlas, fíjate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la multitud se oyeron hasta el valle vecino.
Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, él aparecía cada vez más ridículo, siempre rechazando las kialas, la risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar.
Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso ni verlas, fue para retorcerse de risa.
Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua. ¡Sí, no querrás creerlo, pero los ojos se le llenaron de agua, d-e-a-g-u-a, como lo oyes!
Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico.

Héctor G. Oesterheld

jueves, 22 de enero de 2009

Náufragos

La balsa, abandonada a los caprichos de la corriente y sin ninguna voluntad que la rigiera. Unas tablas carcomidas. Un palo con unos calzoncillos flotando al viento. Dos hombres echados sin que el sol pudiese herir, ya, sus pupilas ausentes.
—Tengo sed —dijo García, que era un náufrago vulgar.
La balsa entraba, en aquel momento, en la playa de Miami. Canoas, bañistas, mujeres extraordinarias.
—Oigo voces…
—Espejismo —sentenció García, siempre mirando al sol.
Los bañistas comentaron:
—Qué gentes más raras. Ya no saben qué hacer para llamar la atención.
—Yo lo encuentro de mal gusto…
Y la corriente, poco a poco, arrastró de nuevo la balsa hacia el Océano Atlántico.
Los dos náufragos iban llegando a este punto en que resulta tan difícil morir…

Esteban Padrós de Palacios

miércoles, 21 de enero de 2009

Sufrimiento

Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.

César Vallejo

martes, 20 de enero de 2009

Solange

Solange, la enamorada. Todas las muchachas perdían frente a Solange. Ninguna podía competir con ella en materia de seducción. Los jóvenes de la ciudad sólo alimentaban una aspiración: que Solange los mirase. Desdeñaban a todas las otras, aunque fuesen lindas, llenas de gracia y buenas para enamorar. Enamorar a Solange, merecer el favor de sus ojos: ¿qué más desear en la vida?
De ninguno se enamoraba Solange. Era una torre, un silencio, un abismo, una nube. Su familia se inquietaba por esto y le pedía por el amor de Dios que eligiera un muchacho y se enamorase. El párroco la exhortó en ese sentido. El intendente apeló a sus buenos sentimientos. Nadie más se casaba, la legión de solteronas era preocupante. Se temía por el orden social.
La desaparición de Solange no fue explicada hasta ahora, pero dicen que en una carta dirigida a la familia ella declaró que, para ser la enamorada en potencia de todos, no podía enamorarse de uno solo, aunque cambiase de enamorado sucesivamente. Estaba segura de que ejercía la función de un sueño que beneficiaba a todos. Pero si no era así, y nadie comprendía su entrega ideal a todos los jóvenes, ella decidía desaparecer para siempre, y adiós.
¿Adiós? Se ignora adonde fue Solange, pero así fue que se convirtió en mito supremo y nunca más nadie se enamoró en la ciudad. Las muchachas envejecieron y murieron, la iglesia cerró las puertas, el comercio decayó y terminó, las casas se desplomaron en ruinas, todo allí quedó reducido a una tapera.

Carlos Drummond de Andrade

lunes, 19 de enero de 2009

Un acontecimiento grande

Wilhelm y Melitta tal vez no tengan nombres de enanos, pero lo son. Y además de enanos son marido y mujer, desde hace 25 años. Ayer, para celebrar sus bodas de plata, Wilhelm se vistió de chaqué y chistera y Melitta de traje largo y velo. Parecían exactamente lo que eran: dos enanos vestidos de novios para celebrar sus 25 años de vida conyugal.
Cuando penetraron a la inmensa catedral de St. Stephan, en Viena, había una tremenda multitud de dos mil colosos, congregada para ver a los enanos. Dos mil monstruos gigantescos en uno de los retablos más grandes del mundo. Era un mundo de monstruos: desproporcionados policías montando guardia en la puerta, enormes corceles blancos, afuera, uncidos a media docena de calesas inmensas y una doble fila de dos mil gigantes, viendo pasar a Wilhelm y Melitta, las dos únicas personas normales en aquella vertiginosa pesadilla.

Gabriel García Márquez

domingo, 18 de enero de 2009

La foto salió movida

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiese desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía de teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo está algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.

Julio Cortázar

sábado, 17 de enero de 2009

La historia viene de lejos

El primero que lo dijo no fue Diógenes el cínico sino el cíclope Polifemo. Interrogado por Ulises sobre las razones de su misoginia, Polifemo pronunció el famoso discurso:
“Tener relaciones sexuales con una prostituta cuesta dinero y puede costarte la salud. Tenerlas con una virgen te hace correr el riesgo de que los padres te obliguen a casarte. Amar a tu propia mujer es aburrido. A la ajena, peligroso. A un hombre, repugnante. Yo me libro de todos esos inconvenientes gracias a mi mano derecha”. Y añadió. “Te aclaro, por las dudas, que mi mano derecha no practica el adulterio”.
Ulises bromeó: “¿Y tu mano izquierda?”. Polifemo bajó la voz: “No lo repitas, pero soy bígamo”. Las carcajadas del risueño Ulises interrumpieron la siesta de los dioses.

Marco Denevi

viernes, 16 de enero de 2009

El que es Dios sin saberlo

En el mundo hay un señor que es Dios sin saberlo. Su poder, sin embargo, no es absoluto. Sus deseos, sus fantasías, sus más vagas intenciones se realizan de un modo que parece arbitrario por estar sujeto a leyes desconocidas, aunque naturales. Sus secreciones estomacales provocan, por ejemplo, ríos de lava den algún lugar de la Tierra. Su mal humor desencadena guerras. Procesos más sutiles que tienen lugar en cada una de sus células o sus cabellos rigen la vida privada de los hombres. Ese señor no es inmortal. Cuando muera es posible que sus poderes sean transferidos a otros por nacer. También es posible que el mundo desaparezca por completo, pero eso no lo sabremos nunca.

Ana María Shua

jueves, 15 de enero de 2009

El campeonato nacional de pajaritas

Abierto oficialmente el campeonato nacional de pajaritas, el señor Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la dobla, la vuelve a doblar, y de los pliegues surge lentamente una montaña. Pliegue tras pliegue, de la montaña surgen un arroyo y un arcoiris, el arcoiris desciende y junto a él fulguran las nubes y finalmente las estrellas. Un gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina y baja lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Delgado, quien toma en cada mano sendas hojas de papel, la mano izquierda dobla dobla dobla dobla, sale una paloma, sosteniendo el pico con los dedos anular y meñique y tirando de la cola con los dedos índice y medio las alas suben bajan suben bajan, finalmente la paloma vuela, entretanto la mano derecha dobla dobla dobla dobla, sale un halcón, colocando el dedo índice en el buche y presionando con el pulgar en las patas, las poderosas alas suben bajan suben bajan, al final el halcón vuela, persigue a la paloma, la atrapa, cae al suelo, la devora. Un entusiástico aplauso resuena, el señor Delgado se inclina y desciende lentamente a la sala.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo, viejo, tímido y usa lentecitos con montura de oro. En medio de un gran silencio el señor Iturriza se inclina ante el público, hace una contorsión, se vuelve de espaldas. La segunda contorsión lo despliega, asume una forma extraña, y luego vienen la tercera, la cuarta, la quinta contorsión, la apertura del pliegue longitudinal y la vuelta del conjunto. La sexta y la séptima contorsiones son apenas visibles pero definitivas, la gente va a aplaudir pero no aplaude, en el proscenio el señor Iturriza deschace su último pliegue y se transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de papel blanco.

Luis Britto García

miércoles, 14 de enero de 2009

El laberinto de los ancianos

Cerró los ojos y fue bajando entre raíces. 
—Esto es la continuación de aquello —dijo el otro anciano que lo llevaba de la mano.
Las palabras se golpeaban unas contra otras. Él y el que lo llevaba de la mano —una mano fría y la otra mano helada— no oían más que el eco.
Iban bajando.
—Me acuerdo —dijo el que lo llevaba de la mano (tenía deseos de hablar, de comunicarse, de oírse)—. Una tarde, recuerdo… (Quería contar la mano helada.) ¿Me escucha?
Otra vez el eco. Las palabras golpeándose unas contra otras. Goteaban las paredes. Era una lluvia hueca. Se filtraba en las piedras.
—Mire abajo.
Y vio un largo corredor que continuaba. La mano de otro anciano lo estaba esperando.
Debía seguir descendiendo.
—¿Hasta cuándo? —preguntó.
—No sé. Esto es la continuación de aquello —respondió la otra mano.
Y siguieron bajando entre paredes cada vez más juntas.

Javier Villafañe

martes, 13 de enero de 2009

El argumento

Se había escapado de la escuela. Era la primera vez, y le pareció que la mejor manera de pasar el tiempo sería viendo una película. Depositó su bolso escolar en un tenducho, llegó al cine y compró una localidad barata, listo para sumergirse por noventa minutos en un mundo apasionante. Ya estaban apagadas las luces de la sala, y a tientas buscó un sitio vacío. Los mágicos letreros de la pantalla daban el título de la cinta, la que comenzó de inmediato.
En la película, un pequeño actor hacía el papel de un escolar que, por primera vez, se escapaba de la escuela. Pareciéndole que la mejor manera de llenar el tiempo era en un cine, compra una localidad barata y entre a la sala cuando en la pantalla un actor de pocos años hacía el papel de un escolar que, por primera vez, se fuga de la escuela, y decide ir al cine para pasar el tiempo. Al frente se proyectaba la imagen de un niño que, por primera vez, faltaba a su escuela y llenaba su tiempo viendo una cinta, cuyo argumento consistía en un chico que, por primera vez…

Álvaro Menén Desleal

lunes, 12 de enero de 2009

El que sigue

La sala de espera estaba vacía. Tenía suerte: no iba a perder mucho tiempo. Caminó rápido hasta el único sillón. Al sentarse, le pareció notar algo en el asiento y se levantó. No había nada, el cansancio le hacía imaginarse cosas. Se sentó nuevamente. Cerró los ojos e intentó descansar. Los almohadones eran más mullidos de lo que parecían. Tal vez por eso, recordó cuando era chico e iba a nadar al río. Revivió el placer de sumergirse. El sillón se acomodaba cada vez más a su cuerpo. De pronto, escuchó voces. Alguien vendría a interrumpir su reposo. Abrió los ojos y trató de incorporarse. No pudo. La vista se le fue nublando. Se aferró al apoyabrazos pero supo que era inútil. Ya sin aire, dio un instintivo manotón de ahogado. Desde el fondo del sillón, lo último que percibió fue como otro, el próximo, se sentaba sobre el extremo de su mano derecha que apenas sobresalía.

Juan Sabia

domingo, 11 de enero de 2009

Personas sacrificadas

El único antídoto contra el temor de la muerte es que la vida se nos vuelva intolerable. Xantipa, la mujer de Sócrates, preveía que su marido sería obligado a beber la cicuta. Se dedicó a hacerle la vida imposible sólo para que, llegado el momento de morir, Sócrates viese en la muerte una liberación y tomara la cicuta con la parsimonia que tanto iban a alabarle.

Marco Denevi

sábado, 10 de enero de 2009

Una desnudez salvadora

Estoy durmiendo en una especie de celda. Cuatro paredes bien desnudas. La luna cuela sus rayos por el ventanillo. Como no dispongo ni de un mísero jergón me veo obligado a acostarme en el suelo. Debo confesar que siento bastante frío. No es invierno todavía, pero yo estoy desnudo y a esta altura del año la temperatura baja mucho por la madrugada.
De pronto alguien me casa de mi sueño. Medio dormido todavía veo parado frente a mí a un hombre que, como yo, también está desnudo. Me mira con ojos feroces. Veo en su mirada que me tiene por enemigo mortal. Pero esto no es lo que me causa mayor sorpresa, sino la búsqueda febril que el hombre acaba de emprender en espacio tan reducido. ¿Es que se dejó algo olvidado?
—¿Ha perdido algo? —le pregunto.
No contesta a mi pregunta, pero me dice:
—Busco un arma con que matarte. 
—¿Matarme? —la voz se me hiela en la garganta.
—Sí, me gustaría matarte. He entrado aquí por casualidad. Pero ya ves, no tengo un arma.
—Con las manos —le digo a pesar de mí, y miro con terror sus manos de hierro. 
—No puedo matarte sino con un arma.
—Ya ves que no hay ninguna en esta celda.
—Salvas la vida —me dice con una risita protectora.
—Y también el sueño —le contesto.
Y empiezo a roncar plácidamente.

Virgilio Piñeira

viernes, 9 de enero de 2009

Cortísimo metraje

Automovilista en vacaciones recorre las montañas del centro de Francia, se aburre lejos de la ciudad y de la vida nocturna. Muchacha le hace el gesto usual del auto stop, tímidamente pregunta si dirección de Beaune o Tournus. En la carretera unas palabras, hermoso perfil moreno que pocas veces pleno rostro, lacónicamente a las preguntas del que ahora, mirando los muslos desnudos contra el asiento rojo. Al término de un viraje el auto sale de la carretera y se pierde en lo más espeso. De reojo sintiendo cómo cruza las manos sobre la minifalda mientras el terror poco a poco. Bajo los árboles una profunda gruta vegetal donde se podrá, salta del auto, la otra portezuela y brutalmente por los hombros. La muchacha lo mira como si no, se deja bajar del auto sabiendo que en la soledad del bosque. Cuando la mano por la cintura para arrastrarla entre los árboles, pistola del bolso y a la sien. Después billetera, verifica bien llena, de paso roba el auto que abandonará algunos kilómetros más lejos sin dejar la menor impresión digital porque en este oficio no hay que descuidarse.

Julio Cortázar

jueves, 8 de enero de 2009

El vedericto

La mujer del fotógrafo era joven y muy bonita. Yo había ido en busca de mis fotos de pasaporte, pero ella no me lo quería creer.
—No, usted es el cobrador del alquiler, ¿verdad?
—No, señora, soy un cliente. Llame usted a su esposo y se convencerá.
—Mi esposo no está aquí. Estoy enteramente sola por toda la tarde. Usted viene por el alquiler, ¿verdad?
Su pregunta se volvía un poco angustiosa. Comprendí, y comprendí su angustia: una vez dispuesta al sacrificio, prefería que todo sucediera con una persona presentable y afable. 
—¿Verdad que usted es el cobrador¿
—Sí —le dije resuelto a todo—, pero hablaremos hoy de otra cosa.
Me pareció lo más piadoso. Con todo, no quise dejarla engañada, y al despedirme, le dije:
—Mira, yo no soy el cobrador. Pero aquí está el precio de la renta, para que no tengas que sufrir en manos de la casualidad.
Se lo conté después a un amigo que me juzgó muy mal:
—¡Qué fraude! Vas a condenarte por eso.
Pero el Diablo, que nos oía, dijo:
—No, se salvará.

Alfonso Reyes

miércoles, 7 de enero de 2009

1935, Buenos Aires: Alfonsina

A la mujer que piensa se le secan los ovarios. Nace la mujer para producir leche y lágrimas, no ideas; y no para vivir la vida sino para espiarla desde las ventanas a medio cerrar. Mil veces se lo han explicado y Alfonsina Storni nunca lo creyó. Sus versos más difundidos protestan contra el macho enjaulador.
Cuando hace años llegó a Buenos Aires desde provincias, Alfonsina traía unos viejos zapatos de tacones torcidos y en el vientre un hijo sin padre legal. En esta ciudad trabajó en lo que hubiera; y robaba formularios del telégrafo para escribir sus tristezas. Mientras pulía las palabras, verso a verso, noche a noche, cruzaba los dedos y besaba las barajas que anunciaban viajes y herencias y amores.
El tiempo ha pasado, casi un cuarto de siglo; y nada le regaló la suerte. Pero peleando a brazo partido Alfonsina ha sido capaz de abrirse paso en el masculino mundo. Su cara de ratona traviesa nunca falta en las fotos que congregan a los escritores argentinos más ilustres.
Este año, en el verano, supo que tenía cáncer. Desde entonces escribe poemas que hablan del abrazo de la mar y de la casa que la espera allá en el fondo, en la avenida de las madréporas.

Eduardo Galeano

martes, 6 de enero de 2009

Elisa

Amaba el agua, Elisa. La amaba infinitamente. Sólo en ella se sentía protegida y segura. Y nadaba, nadaba hasta el límite de sus fuerzas, y se abandonaba dejándose llevar a la deriva.
Esa mañana nadó todavía por más, se detuvo cansada, y se dejó mecer dulcemente con los ojos entornados. Cuando, dispuesta a volver, los abrió de nuevo, ya no alcanzaba a ver la costa. ¿Era posible que se hubiese alejado tanto? A su alrededor, infinitamente, agua y más agua, un ilimitado horizonte líquido que se confundía con el cielo.
Un vórtice violento la envolvió y la atrajo. Con las pocas fuerzas que le quedaban trató de resistirse, pero luego se rindió y se dejó llevar.
—¡Se rompió la bolsa! ¡De prisa! ¡De prisa! Respire profundamente... Una maravilla de niña: ¡ya ha nacido! ¿Ha decidido cómo llamarla, señora?
—La voy a llamar Elisa: un nombre que siempre me gustó.

Irio Ottavio Fantini

lunes, 5 de enero de 2009

Tachibana

Nadie trajo más dinero a la casa de la calle Suipacha que la pequeña Flora, o Tachibana. Era en 1892. Asombraba su maravillosa ciencia de los sentidos.
—Caballeros —política y alcohol— la comentaban en el club.
Uno le ofreció casamiento. Como si fueran un pañuelo le ofreció sus campos, donde cabían cien Japones. Otro, alto y rubio, en un duelo por ella mató al suegro y se mató después.
Esta pequeña Flora, o Tachibana, se preocupaba por el Chan’g, la gran doctrina sin doctrina. Por las mañanas meditaba: “¿Quién eras antes de que nacieran tus padres?”. Su pensamiento fue invadiéndola hasta compenetrar la habitación.
Y bien, como se sabe, en cierta fecha a las diez de la noche atendía al vicepresidente de la República. Brindaron. El roce de las copas de cristal irrumpió en su oído como cien volcanes. Se vio, reverberando como las hojas y las casas y los monstruos y los planetas y el rumor de la fuente.
Dicen que bajó la escalera, su cara refulgía. Rió frente a la dueña abriendo los dos brazos.
No es que no volviera a trabajar. Volvió y fue invulnerable.

Sara Gallardo

domingo, 4 de enero de 2009

El tiempo detenido

La anciana que ha olvidado todo menos la lengua natal y dos o tres episodios de su infancia.
La loca que repite incansablemente la escena de la boda, cuando fue abandonada en el altar.
La madre del desaparecido que ve un muchacho parecido a su hijo y en un absurdo sobresalto anula treinta años, amaga un grito que se deshace antes de serlo y articula en silencio el nombre tan querido.

Raúl Brasca

sábado, 3 de enero de 2009

Traspatio

Estoy sentada en el umbral esperando que vuelva mi madre. Siento esta larga sed. Pasa un hombre vendiendo naranjas y nadie compra una para mí. Estoy sentada en el umbral, soportando el peso de mis útiles y la tirantez del guardapolvo. He traído el patio de la escuela pegado en los zapatos.
Estoy sentada en el patio de la escuela esperando que vuelva mi madre. Se oye chirriar el columpio y ha de ser el viento el que se hamaca. Pasa una niña sola con una naranja.
Estoy sentada en la sombra de mi casa esperando que vuelva mi madre. El tiempo ha carcomido la memoria de los árboles. El viento de la escuela se ha llevado mis lápices. Hay unos zapatos casados con el silencio en el traspatio de la memoria. Estoy esperando que vuelva, y nadie pasa.

María Cristina Ramos

viernes, 2 de enero de 2009

Matilde

Una madre, Matilde, supo que su hijo robaba en las iglesias: todo, los exvotos, las joyas de las estatuas, hasta los sagrarios. Ella lo había educado en el temor de Dios... Pero entre el niño y el hombre, evidentemente, había una fractura. Pobrecilla, ¿qué hacer? Matilde comenzó a decir que los templos ostentan riquezas inauditas, mientras Jesús nació en un pesebre, etc. Matilde cambió de religión.

Giuseppe Marotta

jueves, 1 de enero de 2009

Nueces

Los vegetarianos me dijeron que una nuez tiene las mismas proteínas que un bife. Así que el domingo compré nueces. Soy mujer de ideas antiguas o bien de escasos artefactos modernos. Ergo: no dispongo de rompenueces. De modo que pretendí partir a las condenadas golpeándolas contra la mesa. Imposible. Apelé a mi instinto y aplasté una contra otra. Infalible.
La comprobación me enseñó que aún con feminismo y todo, la mejor forma de dividir a las mujeres no es aplastándolas contra el piso —como nos hacen a algunas—, sino apretándolas una contra otra.
Como las nueces.

Esther Andradi