miércoles, 31 de diciembre de 2008

La mujer de hiel

La mujer lo besó cuando él le pidió que lo besara, se hincó ante su miembro, lamió, abrió sus piernas y sincronizó sus muslos con el ritmo de las embestidas del acezante; se volteó antes de que se lo pidiera, gimió, fingió la alucinación de un orgasmo, y volvió a besarlo hasta que quedó satisfecho.
Antes del amanecer él la requirió otra vez, y ella lo atendió con el cuerpo dispuesto como antes. Era su querida desde hacía algo más de una década: lo había visto crecer socialmente, casarse con otra, había compartido la ilusión de su primer hijo mientras que ella secaba su entraña para no preocuparlo, lo había consolado cuando su divorcio (la esposa se fue con otro) y había escuchado con atención sus gastadas promesas de una pronta unión, no una boda, desde luego, pero sí el reconocimiento público de lo suyo. Lo descubrió —ya consolado— refundido en otras pieles, feliz, olvidado de sus promesas... hasta que en su vientre algo reventó, ácido, transmutando su amor en odio, un odio filudo y poderoso.
Esperó a que despertara, a que uniera en su cabeza los hilos del día que comenzaba, y sus manos acariciantes se deslizaron en torno al cuello del hombre y apretaron con fuerza hasta ahogarlo, hasta que en su azorado rostro la vida se apagó, olvidada, como esa última noche juntos.
Y los bellos ojos de la mujer no intentaron, siquiera, la sombra mentida de una lágrima.

Maribel García Morales

martes, 30 de diciembre de 2008

Palermo

Debí estrangular a mi mujer anoche, entre las once y la una. O matarlos a la hora de la siesta, cuando no piensan en sorpresas. Debí decir que lo sabía, porque lo supe.
Debí matarla anoche. Estrangularla, porque en las manos tengo fuerza. A patadas, porque sé de patadas. Debí decírselo y matarla. Se puso un collar nuevo, no me miró, corrió al teléfono.
No la maté, y nunca seré el mismo. Empezaré a perder.
No la maté por hoy. Por esta tarde. Esta carrera.
Yo, jockey, yo jinete embriagado de caballos, yo vencedor, yo en el rapto del viento, cálculo, talón, fusta, en la avalancha, frío y demente saliendo a la cabeza.
Yo, célebre con razón.
¿Qué más?
No importa.

Sara Gallardo

lunes, 29 de diciembre de 2008

Retorno

Mientras él penetraba en mí, yo veía la media luna clara en el cielo negro. Recordaba los detalles de mi viaje a la isla, la mano suave de Alexis, su cabello largo. Vi otra vez un malecón y un mar que no me devolvieron la infancia, pero sí una amargura de adolescente enferma.
Cuando acabó, él se interpuso entre el cielo y mis ojos entornados en el sueño y la distancia. Su mirada delató una ansiedad vieja, oscura. Parecía preguntarme, querer saber de dónde venía yo, mi cuerpo hastiado, por qué no sentía nada. Ladeé la cabeza y cerré los ojos, harta. Es que ya no podía luchar más contra el fastidio de esa cama, de ese cuerpo sin luz. No te deseo, le dije. Y con tal firmeza que salió de la habitación, azotó la puerta. Se fue desnudo y del techó cayó cal, ese polvo muy blanco que entró en mis ojos haciéndolos llorar. Todo se cayó del techo, la luna clara, el cielo negro.

Socorro Venegas

domingo, 28 de diciembre de 2008

La casa al revés

Así que fue a su casa y supo por fin que a ella también le gustaba coleccionar viejitos de loza y jirafas de cristal. Así que ella tenía su cama desfallecida de novelas de Agatha Christie y Simenon. Y adivinó que prefería la lluvia, las manzanas y los paisajes de Watteau. O la neblina sobre el puente. Y si nunca se lo hubiese confesado, cada cosa en el cuarto lo evidenciaba. Así que ella también temió por lo que pudiera decir y guardó todas sus imprudencias en el clóset. Porque por supuesto, él no iba a llegar a tales extremos. Mientras esperaba a que se quitara la ropa, se preguntó si algún día podría verla cubierta de cremas y tomando el té, gorda, envejecida y más risueña, preguntándole si se acordaba de aquella colección de cristal, de la cursilería, de que tenían mucho frío o del amor.

Iliana Gómez Berbesí

sábado, 27 de diciembre de 2008

Cuatro soldados sin 30-30

Pasaba todos los días, flaco, mal vestido, era un soldado. Se hizo amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales. Le enseñé mis muñecas, él sonreía, había hambre en su risa, yo pensé que si le regalaba unas gorditas de harina haría muy bien. Al otro día, cuando él pasaba al cerro, le ofrecí las gordas; su cuerpo flaco sonrió y sus labios pálidos se elasticaron con un “yo me llamo Rafael, soy trompeta del cerro de La Iguana”. Apretó la servilleta contra su estómago helado y se fue; parecía por detrás un espantapájaros; me dio risa y pensé que llevaba los pantalones de un muerto.
Hubo un combate de tres días en Parral; se combatía mucho.
“Traen un muerto —dijeron—, el único que hubo en el cerro de La Iguala”. En una camilla de ramas de álamo pasó frente a mi casa; lo llevaban cuatro soldados. Me quedé sin voz, con los ojos abiertos abiertos, sufrí tanto, se lo llevaban, tenía unos balazos, vi su pantalón, hoy sí era el de un muerto.

Nellie Campobello

viernes, 26 de diciembre de 2008

Balance

Hoy cumple treinta años y hace un balance:
1. Qué ha perdido:
   –La fácil delgadez extrema.
   –La tersura.
   –Hasta los taxistas le dicen “señora”.
   –Ya no le entusiasma seguir la borrachera en otro lugar después de cenar en un lindo restorán.
   –Odia las discotecas.
   –Tiene que pintarse el pelo y ponerse diez cremas.
   –Los jóvenes le hablan de “usted”.
2. Qué ha ganado:
   –Ahora ya se siente eficaz en su oficio.
   –Ya sabe qué hacer y qué no hacer en la vida.
   –Los jóvenes la buscan y le piden consejo.
   –Goza el sexo mejor y con más sabiduría.
   –Gana más dinero y tiene casa y coche.
“Bueno —piensa—, creo que todavía la balanza está a mi favor”.
Llora un poco, se alisa, y se dispone a festejarse.

Ethel Krauze

jueves, 25 de diciembre de 2008

La mujer del desierto

He vivido entre aquellos hombres que cambiaban de sexo a la orilla del mar. Tenían el alma nómade, y los ojos habituados al desierto. Cuando se ponía el sol, el más anciano sabía dibujar un cuerpo de mujer en la arena que los otros miraban callados hasta que lo disolviese el mar y la noche.
Luego se dormían, sin encender una sola fogata, formando un círculo de sueños en torno a ese vacío que aún latía en la arena. Durante la noche, violentas convulsiones agitaban sus rostros, como si esos hombres, impasibles frente a las espadas y la tormenta, no pudiesen tolerar que una indecisa forma de mujer penetrase en sus cuerpos y los ahogara.
Sin embargo, cada atardecer, el anciano repetía su tarea, y ellos lo contemplaban sin odio.
En cambio a mí nunca me miraron de un modo intenso, y si a alguno de ellos, en medio de la orgía, mi cabellera, al abrirse, le revelaba la onda palpitante de un seno, él, atroz y extrañamente, parecía no advertirlo, y prefería retornar a la hoguera de los otros cuerpos para entrelazarse en una ceremonia estéril.
No pude soportarlo, y me abandoné a los caminos. Pero cada nuevo hombre fue otra pesadilla. Ninguno me trató dulcemente. Nadie vio, jamás, en mi sombra errante, una mujer.

Carlos A. Schilling

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Desde el umbral

Llevaba medias negras... Salía por la puerta trasera de un bar. Un botón de rosa, roja, pendía de su escote. La luz de un farol parpadeó y distinguí una melena revuelta, un peinado cuidadosamente deshecho. Pasó junto a mí, caminaba despacio, como sin rumbo; no iba ebria, sólo percibí un olor fuerte a tabaco. Estornudé con violencia: quería verle los ojos. Dos pupilas tímidamente oscuras me descubrieron, su mirada era limpia. Llevaba medias negras... En la mano derecha apretaba un papel. Parecía contar sus pasos, retrasar intencionalmente su llegada, su destino. Alcancé a ver cómo su cuerpo, tan frágil, se estremecía. ¿Lloraba? No lo sé. Hubiera querido seguirla, pero yo esperaba a alguien. Pensé que quizá ella también era esperada y no me equivoqué. Antes de que doblara la esquina, un tipo salió de algún punto de la noche. Me hubiera gustado ser yo, para arreglar con mis manos aquel cabello, para tomar de su boca la recompensa buscada. Llevada medias negras... y yo también.

Socorro Venegas

martes, 23 de diciembre de 2008

Eleonora

Cierro los ojos. Nos rozamos. Experimento tus manos frías. A cada caricia tuya, a cada caricia mía, una respuesta. Con la humedad de tus besos, mis pezones, como enfurecidos, disparan hacia ti. Juego a ocultarlos con mi pelo, y una y otra vez tú los descubres. Reímos. Alzas la cara, nos miramos. Con tus cinco sentidos me exploras en forma detallada. Del mismo modo minucioso te recorro luego. Agasajo, soy agasajada. Te palpo, me sorprendes, retrocedo... te recibo, me atraviesas. Enroscamos nuestros brazos y piernas y bailamos. Primero suave, después tan repetida y ferozmente, que si alguien nos encontrara ahora, no podría asegurar si nos amamos o peleamos. La danza dura hasta que gimo como leona herida y tú sonríes complacido. Poco a poco voy respirando con sosiego. Lo mismo te sucede. Me desmontas. Mi cuerpo tirita y deseo tu abrazo. Te busco con mi mano, pero sólo encuentro el frío plano de las sábanas. ¿Por qué siempre después de los placeres solitarios me sentiré tan desolada?

Ana María Carrillo

lunes, 22 de diciembre de 2008

Las pieles del regreso

Él amaba sus pechos anchos caídos como lenguas mansas sobre su abdomen abultado. Le gustaba recorrer su cuerpo lleno de curvas, de excesos, de pliegues, de blanda acogida. Tocarla era el presagio del placer y el abrazo le hacía perder los límites de su propia piel confundida en la de ella. Nada se comparaba a su cuerpo lleno de historias.
El día en que se fue sin aviso, él se prosternó ante la desolación. Cada tarde fue un espiar por la ventana aguardando su regreso.
Tres meses después, los conocidos golpecitos rítmicos lo estremecieron.
Parecía ella, sólo que reducida, estirada, tensada como una cuerda. Buscó beber sus pechos, la abrazó, la desnudó lleno de besos y sentido, pero el hálito a goma, la dureza de sus caderas, el vientre plano.
Cuando ella despertó, no pudo explicarse el cuerpo tan amado, balanceándose desde la viga principal.
En los ojos del suicida, se leía la orfandad.

Pía Barros

domingo, 21 de diciembre de 2008

Prisión

Trompo del tiempo tu cuerpo retrocede velocísimo y mis pies te siguen rozando el viento apoyándose apenas en tus huellas aéreas y es tal la carrera que no pueden olvidarse del abismo trompo del tiempo donde parece a veces que vas a caerte para siempre pero así con el aliento desbocado acezando llegamos por fin y yo me quedo quieta muy quieta temerosa de quebrar este juego de luces donde por fin te encuentro otra vez como entonces otra vez tu mano levantada por primera vez sobre mi pelo tu mano curvada en aquel gesto de ala tu mano por primera vez diciéndome y una sed infinita de lo tuyo quiere beberse a largos tragos tu dulcísima figura ya evocada conjurada establecida al fin definitivamente dentro de mi tiempo donde no puedes cambiar que yo rehago tu gesto en todos los momentos que ya me perteneces ahora cuando todas las cosas de esta casa me están diciendo a gritos que te has ido.

Marta I. Canfield

sábado, 20 de diciembre de 2008

Sheherezada, reina

La habilidad narrativa había salvado a Sheherezada de la costumbre capital del Califa. Su erotismo, presente ya en sus relatos, colmaba al Califa. Pero ella, que había contado una y mil veces las peripecias de las infidelidades, buscaba en las largas noches de palacio, insinuando su cuerpo lascivo, al sirviente que habría de satisfacerla secretamente. Cada vez, tras la batalla amorosa, pedía a su compañero que le narrara una historia entretenida. Siempre le causaba gracia no encontrar alguno que igualara su don narrativo. Siempre, inexplicablemente, se enfurecía y cortaba la cabeza de su amante.

Guillermo Bustamante Zamudio

viernes, 19 de diciembre de 2008

Los sueños de Leopoldina

—¿Qué soñó, Leopoldina? —preguntó Leonor , aquella noche, al entrar en la casa.
—Soñé que andaba por un arroyo seco, juntando piedritas redondas. Aquí tengo una —dijo Leopoldina, con voz de flauta.
—¿Y cómo consiguió la piedrita?
—Mirándola no más —respondió.
Junto a la vertiente, Leonor y Ludovica no esperaron, como otras tardes, la llegada de la noche, en la esperanza de asistir a un milagro. Volvieron a la casa, con paso apresurado.
—¿Con qué soñó, Leopoldina? —preguntó Ludovica.
—Con plumas de una torcaza, que caían al suelo. Aquí tengo una —agregó Leopoldina, mostrándole una plumita.
—Diga, Leopoldina ¿por qué no sueña con otras cosas? —dijo Ludovica con impaciencia.
—M’hijita, ¿con qué quiere que sueñe?
—Con piedras preciosas, con anillos, con collares, con esclavas. Con algo que sirva para algo. Con automóviles.
—M’hijita, no sé.
—¿Qué es lo que no sabe?
—Lo que son esas cosas. Tengo como ciento veinte años y he sido muy pobre.
—Es tiempo de hacernos ricos. Usted puede traer la riqueza a esta casa.

Silvina Ocampo

jueves, 18 de diciembre de 2008

Despedida de amor en el bar

Quizá aún la amaba cuando me desabroché la blusa allí mismo, en el bar, secretamente esperando volver a seducirla: “Sólo por esta noche”, susurré en su nuca de niño. Pero ella fue implacable. Ella tomó la pajita de aquel vaso pringado de nuestros besos confundidos, avergonzada sin duda, o violentada o qué sé yo y, delante de todos, la introdujo en mi pecho. Lentamente sorbió la sangre que me fluía desde el corazón hasta dejarlo vacío. “Ya no queda nada”, me dije, le dije. Y antes de morir bebí las lágrimas que caían de sus ojos voraces.

Carola Aikin

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Pie de página

Escribí la novela para que, al leer la dedicatoria, Elena comprendiera su crueldad de dieciséis años. No buscaba una excusa, una explicación, aunque también. Pretendía que me supiera vivo, incluso asumiendo su orgullo como artesana de la herida perfecta.
Alguien me dio la noticia en la caseta de firmas. Sentí, primero, alivio. Su imagen sería para siempre la que recordaba, sin facturas de tiempo. Sentí, luego, pena y sensación de tiempo perdido; ¿qué me importaba quien leyese aquellas páginas ahora que su destinataria ya no existía?
Un sueño largo y roto, una venganza inconclusa.
La misma persona me dijo; has triunfado. Miré la pila de libros idénticos que me rodeaba, la hilera de rostros esperando mi firma a pie de página, y supe que el hombre tenía razón, y gocé el triunfo de la inutilidad perfecta.

Julio Riquelme

martes, 16 de diciembre de 2008

Ayyyy

Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era su marido.
—¡Ayyyy! —gritó ella— ¡pero si vos estás muerto!
Él sonrió, entró y cerró la puerta. Se la llevó al dormitorio mientras ella seguía gritando, la puso en la cama, le sacó la ropa e hicieron el amor. Una vez. Dos veces. Tres. Una semana entera, mañana, tarde y noche haciendo el amor divina, maravillosa, estupendamente.
Sonó el timbre y ella fue a abrir la puerta. Era la vecina.
—¡Ayyyy! —gritó la vecina—, ¡pero si vos estás muerta! —y se desmayó.
Ella se dio cuenta de que hacía una semana que no se levantaba de la cama para nada, ni para comer ni para ir al baño. Se dio vuelta y ahí estaba su marido, en la puerta del dormitorio:
—¿Vamos yendo, querida? —dijo y sonreía.

Angélica Gorodischer

lunes, 15 de diciembre de 2008

Al fin nada importa

No me importa que me abandones y pidas el divorcio, siempre que acuerdes conmigo en que la quinta en Pilar sigue siendo mía. No me importa quedarme sin esa propiedad donde transcurrió mi infancia, pero el semipiso de Callo y Quintana no pienso cedértelo. Me tiene sin cuidado quedarme sin inmueble alguno, porque al fin así como vinimos desnudos al mundo, desnudos nos iremos; pero no se te ocurra invocar derecho alguno sobre la cuenta en el banco de Miami, en donde he venido ahorrando para la vejez. Es cierto lo que dices, los dos tenemos necesidades, pero yo no puedo cederte los bonos hipotecarios del Banco de Galicia; sólo te los doy si me garantizas que no tocarás los muebles de mi escritorio ni mi biblioteca profesional, que al cabo no te sirve para nada. Está bien, que sea como tú quieras, pero el gato me lo llevo yo.

David Lagmanovich

domingo, 14 de diciembre de 2008

Los silenciosos

—Éranse una vez, en un café, dos amantes, que ya no tenían nada que decirse. Su aspecto, de aflicción más que de otra cosa. Esta aflicción era en el hombre enteramente externa, en la mujer enteramente interna. En la mujer tienen que hacerse internas todas las exterioridades. La aflicción de aquella mujer produjo en ella un resentimiento complejo que estalló en estas palabras:
“Ya podrías decirme algo; siquiera por la gente”. —En vano buscó el hombre, desesperadamente, un argumento. La mujer no podía o no quería sugerírselo.
Pero como ambos, aunque amantes, eran dos personas de espíritu, llegaron prontamente a un acuerdo: se pusieron a contar en voz baja. El hombre comenzó acercándose a ella, con expresión misteriosa: —Uno, dos, tres... La mujer replicó adusta: —Cuatro, cinco, seis, siete. —El hombre, al oír aquellas palabras, se dulcificó y murmuró, con patetismo: —Ocho, nueve, diez. ...No se convenció la mujer, por lo visto, y le fulminó una descarga: —Once, doce, trece... Y así continuaron hasta que se hizo de noche...

Massimo Bontempelli

sábado, 13 de diciembre de 2008

Espera

Ahora, sentados, escuchando el silencio en el noticiero de las nueve, tú piensas que sería bello volver a estrechar mis senos y besar mis pezones y que mi lengua te recorriera todo, como tantas otras veces, pero no te atreves a acercarte.
Yo tampoco he podido zafarme de ti. Sigo anclada en tu afecto. Tejimos una red con miles de momentos, de palabras, de tintos y de besos y en esa inmensa telaraña quedamos enredados tú y yo.
Una noche más te esperaré desnuda en mi cama. Ansiaré sentir tu cuerpo sudoroso y tu apremio de otros días. Pero amanecerá y aún no habrás llegado.

Carmen Cecilia Suárez

viernes, 12 de diciembre de 2008

Noche de verano

La mujer estaba en la cocina cuando llegó el hombre. Preparaba una cena liviana. “No se soporta el calor, no corre una gota de aire”. Cenaron en la cocina. A pesar del calor, el hombre comió mucho. Las piezas estaban calientes, faltaba el aire. Ella lavó los platos. Él se tomó un vaso de vino frío y se arrastró hasta la reposera del patio, cruzó las piernas, aflojó el cuello y miró al cielo, clavando la vista en un punto. La mujer apagó la luz y salió al patio. Se sentó en otra reposera y se abrió los botones del vestido. “Tengo calor”, lo dijo, pasándose una mano por el pecho húmedo de transpiración, “no aguanto más”.
El resplandor de la luna llena iluminaba los cuerpos.
Se escuchó una frenada cerca y unos ladridos que parecían lejanos. El hombre empezaba a dormirse. “¿Querés ir a la cama?”, le preguntó mientras su mano le recorría la pierna desde la rodilla hasta el sexo. “Sí”, dijo él, “mejor me acuesto”. La mujer permaneció recostada en la reposera que estaba cerca de la habitación donde el hombre ya casi dormía. Escuchó el ruido que hacían las aletas flojas del ventilador de la pieza y se cerró el vestido mientras trataba de acomodar su cuerpo en la reposera.

Ángela Pradelli

jueves, 11 de diciembre de 2008

Carpetas

Cuando Elisa pidió a su esposo, el día del aniversario de su boda, la opinión sobre aquellos quince años pasados juntos, a Juan le fue totalmente imposible volver de aquel lejanísimo tiempo en que preguntas como aquélla hubieran podido tener algún sentido. De aquel lugar casi prehistórico en su memoria, en que constató y asumió como una calamidad más en su vida, que vivía y que probablemente viviría por el resto de sus días, con una perfecta extraña.
Elisa miraba a Juan volviéndose a medias desde el fregadero. Era obvio que esperaba una respuesta. Él, venciendo un súbito e intenso ataque de terror, se levantó precipitadamente de la mesa en que comía, alegando haberse olvidado unas carpetas dentro del coche.
Cuando Juan volvió, Elisa ya no recordaba en absoluto que hacía unos pocos minutos era una esposa junto a un fregadero, esperando una respuesta.

Julia Otxoa

miércoles, 10 de diciembre de 2008

El Paraíso - 1

Eva pidió un compañero. La diosa se arrancó una costilla; el hueso transmutó en un hermoso mancebo.
—Éste es Laesilae, que significa Señor de la Lujuria.
—No lo quiero —Eva frunció el ceño.
La diosa se arrancó una segunda costilla:
—Éste es Virbífido, que significa Placer Supremo.
Eva tampoco lo quiso, como no quiso al resto de los atléticos, alegres y ardorosos postulantes que fueron surgiendo. Malhumorada y descostillada, la diosa se extirpó una uña: floreció un hombre de indisputable fealdad y rostro compungido.
—Se llama Adán, no sé qué significa.
Incapacitados de saber por qué ellas adoran el misterio, contentémonos con saber desde cuándo.

Orlando Romano

martes, 9 de diciembre de 2008

Sofronia o La lógica

Mi amiga Sofronia no tiene, como se murmura, un carácter extraño y voluble. Tiene una lógica propia. Dice, para dar un ejemplo: “Hoy hace mucho calor”. Y añade: “Tanto es así, que me he puesto la camiseta de lana”. O bien, lo que es todavía más indicativo de su manera de razonar: “Tanto es así que los antiguos egipcios andaban a pie; acaban de decirlo en la televisión”. “¿Calzados o descalzos?”, le pregunto interesándome por el tema. “Depende. Pero ¿qué te importa?”.
Mi amiga Sofronia es un volcán de ideas. Tantas y tan embrolladas que a veces me resulta imposible seguirla. Puntualizo: el desconcierto es mío, que no estoy a su altura. Por eso cada tanto debo interrumpirla. “Pero ¿de quién hablas?”. “De los otros: ¿es necesario decirlo?”. “¿Los otros? ¿Quiénes?”. “El mundo entero, ¡es evidente!”.
Hasta aquí, todo bien. Conozco mis límites y, con el tiempo, he aprendido a medir mis palabras.
Alguna vez, lo admito, mi naturaleza machista e impulsiva me hizo cuestionarla. Y entonces...
Para dar un ejemplo: mi mano izquierda fue reemplazada por este muñón de cuero, un ejemplo elocuente de lo que puede uno de sus mordiscos. Pero enseguida se arrepintió: el muñón, con las volutas doradas impresas en el cuero, me lo hizo ella con sus manos expertas y, debo admitirlo, es de una elegancia exquisita. Cuando me lo puso, dijo llorando: “Querido, ¿podrás perdonarme?”. Luego pensó un instante y agregó: “Te queda muy bien ¿sabes? Y te hace más joven”.

Fabio Della Setta

lunes, 8 de diciembre de 2008

Balance

Una mujer estaba sentada mirando a su marido. Él estaba en cama borracho y era el vigésimo aniversario de su casamiento. Cuando ella se casó con él creyó que sería feliz. Casada con un holgazán, borracho y bruto, su vida no había sido más que privaciones y miseria. Fue a la habitación contigua y se envenenó. Fue llevada al hospital y la salvaron, pero entonces la justicia la acusó de suicidio frustrado. Ella no dijo nada para excusarse, pero su hija se levantó y le dijo al juez todo lo que su madre había sufrido. Obtuvo la separación con la cual tenía que percibir quince chelines semanales. El marido firmó la sentencia de separación, y una vez hecho esto, sacó quince chelines, diciendo: “Aquí tienes el dinero de la primera semana”. Ella lo cogió y se lo arrojó a la cara. “Toma tu dinero —exclamó— y devuélveme mis veinte años”.

W. Somerset Maugham

domingo, 7 de diciembre de 2008

Propósitos

Mientras se daba vigorosos pases con el cepillo pensaba en sus problemas. Esa mañana —como todas las demás— había discutido con su marido. Tenía que ser más firme, más fuerte.
“Debo dejar de ser tan frágil”, pensaba en esto cuando su cabeza se zafó del cuello, hizo una parábola en el aire y cayó —con un golpe sordo— sobre el tocador.
“Arnulfo”, le gritó a su marido.
Él suspiró fastidiado. Tomó la cabeza y la colocó en el cuerpo que, por cierto, aún sostenía el cepillo.
“También tengo que dejar de ser tan dependiente”, se dijo a sí misma mientras su marido le atornillaba la cabeza.

Virginia Del Río

sábado, 6 de diciembre de 2008

Yo contra mí - 1

Me quiero mucho, y me lo merezco. A lo largo de mi vida no encontré a ninguna que valga siquiera lo que vale mi sombra. Y es una lástima. Me mimo y no me dejo sola. De noche, al abrigo de las sábanas, me tapo la cabeza con el cubrecama y me descubro pensando: ¡pero qué buena muchacha! Me quiero, lo repito. Hasta pensé pedirme mi mano. Y ni decir que no acepte, un día de estos, quién sabe... Me haría una casa bellísima, a mi gusto, donde iría a vivir sola conmigo. Qué magnífico. Y me sería sincera, absolutamente sincera. E inflexible cuando fuera necesario. Pero también dispuesta a comprenderme y perdonarme. Y lo que más cuenta, a mimarme. Pero ¡qué embole esta noche! (Esto me lo digo a mí).

M. Sofía Casnedi

viernes, 5 de diciembre de 2008

U'Wa

Huimos hacia la cima. La gran montaña helada nos dificulta el camino. Mis veinte compañeras y yo transitamos fatigosamente. Es difícil ver, es arduo respirar. Atrás no distinguimos el brillo de las armaduras. Ya no nos importa ser perseguidas: nunca nos alcanzarán.
Cuando estemos sobre nuestro templo, que ellos llaman el Púlpito del Diablo, nos lanzaremos en fila al vacío. Hemos decidido abolir la humillación, jamás ser obliteradas.
Nunca perpetuaremos al usurpador en nuestra sangre: está decidido el final. No traicionaremos tampoco a nuestros dioses, que son de hielo, de tierra, de piedra, de hojas, de plumas, y se nos aparecen todos los días...
Alcanzaremos pronto la cúspide y saltaremos. La gigantesca piedra negra hará más visible nuestro arrojo. Caeremos para renacer en un tiempo más propicio. Esta acción elemental no integra un coraje singular cuando se tiene la protección de una deidad que vuela, cuando se pertenece a una tribu que da a luz en las frías aguas del río Nevado y que sólo despierta su ardor para el olvido.

Gonzalo Márquez Cristo

jueves, 4 de diciembre de 2008

Voces como arpones

Asomadas a la reja cantamos las tres hermanas, Murguen, Nadina y yo. Los vecinos no se quejan. Al contrario, suspenden el asado del mediodía para poder escuchar. Sobre todo en primavera, cuando nuestras voces se mezclan con el azul profundo del jacarandá. Mamá canturrea en la cocina, suspira y recuerda, dice algo sobre unas rocas, piensa en el mar. Pero ahora nos deja el lugar a nosotras, sus herederas. Con nuestros dedos delgados, y nuestro cuerpo cimbreante, que casi envuelven los barrotes de los balcones, antes los ojos extasiados del barrio. Nuestro padre sonríe en el taller, admirado de que, a pesar de su fealdad casi ciclópea, la hayan nacido unas hijas tan bellas.
En la casa de altos balcones donde son felices, mi madre guarda el secreto de haber seducido a otro hombre, un tal Ulises y, mientras mira a su esposo con ojos de mar, agradece no haber caído en sus brazos.
Pero ésas, ahora, son viejas historias. Como arpones llenos de codicia, nuestras voces se alzan plateadas, sinuosas. Pocos pasan entre las dos esquinas sin mirarnos. Todos nos oyen, alguien caerá en las redes.

María Obligado

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Catalina, la dulce

Un hugonote que había jurado matar a Catalina de Médicis entró súbitamente en la recámara de ésta, que le pidió una gracia: que le permitiera rezar. El hombre consintió y la Regenta, en voz alta, rezó implorando el perdón para el asesino. Conmovido, el asesino dejó caer el cuchillo y se arrodilló. Catalina le hizo levantarse.
—¿Qué queréis que haga? —sollozó el hombre.
—Vete, hijo mío —dijo Catalina con dulce e irresistible autoridad—. Vete al cadalso.

Villiers De L'Isle-Adam

martes, 2 de diciembre de 2008

Notas de colores

De espaldas al público, la seda del vestido negro moldea cuerpo y músculos que se balancean al ritmo de la batuta. La piel se eriza con las notas de la música de Tschaikowsky. Es su debut después de más de diez años de estudios y perfeccionamiento. Las luces del escenario queman su piel y suda copiosamente a causa de los nervios, pero sus sentidos están puestos en las notas que emiten los instrumentos al ser ejecutados por cada uno de los miembros de su orquesta.
Una nota estridente la estremece; su oído se ve afectado cuando la leche se derrama, el niño grita, el agua chorrea de la lavadora y la olla express deja salir sus vapores ensordecedores.

Esther Vázquez Ramos

lunes, 1 de diciembre de 2008

Una mirada al horizonte de la vida

Súbitamente tocado por la mutabilidad de nuestra vida, se preguntó: Dios mío, ¿dónde voy a estar el año que viene a esta hora? Y desde el futuro le respondió el tedio: Aquí, y para entonces, te preguntarás ¿dónde voy a estar el año que viene?, y la respuesta será: aquí. Y, para entonces, te preguntarás ¿dónde voy a estar..?

Marina Colasanti